A diferencia de otras películas de posesiones en las que la ambigüedad se sostiene en una delgada línea entre la fantasía de lo sobrenatural y el realismo de la sugestión, Maligno muestra sus cartas de entrada. Dos hechos se conectan en la primera escena: la muerte violenta de un asesino serial y el nacimiento de un niño precoz. Esa coincidencia cósmica es el eje de la puesta en escena del director Nicholas McCarthy, que transita un terreno conocido, pero lo hace con la solvencia necesaria para sumergirnos en el terrorífico camino de lo esperado.
El pequeño Miles demuestra desde su niñez la inteligencia y el conocimiento de un adulto. Al cumplir ocho años (cuando lo encarna notablemente Jackson Robert Scott), sus vínculos sociales están mediados por una hostilidad que lleva a su madre a todas las consultas posibles, desde la medicina hasta las terapias de vidas pasadas. Como le ocurría a Regan en El exorcista, el interior de Miles es un misterio que quien se atreve a desafiarlo carga con las más ominosas consecuencias. Sin virtuosismo ni genialidad, la película consigue instalar un clima de inquietud en la relación entre madre e hijo: sus juegos infantiles, sus estancias a solas en la casa familiar, sus besos de buenas noches se tiñen lentamente de lo inconfesable. Taylor Schilling se ensombrece a medida que la duda y el rechazo se convierten en el signo de que aquello amado y conocido puede ser también el germen del más terrible de los infiernos.