El Columbo de la comunidad judía
Como en otros documentales argentinos, el realizador asume el papel de investigador, que sin apuro va desovillando la trama de una pupila de la temible organización Zwi Migdal, que logró escapar de esa red de trata para terminar asesinada.
Ante un misterio irresuelto, algunos documentales buscan resolver aquello que la realidad no quiso, no pudo o no supo. Es el caso de Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2002), donde los realizadores daban con el paradero de la mítica cantante de tangos Ada Falcón, cuya figura parecía haber desaparecido entre las nieves del tiempo. En Malka, Walter Tejblum emprende un viaje buscando dilucidar qué sucedió con una figura igualmente sinuosa. Pero en esta ocasión el realizador prefiere no ir más allá de lo que el medio que la rodeaba y la investigación policial eligieron no hollar. Con lo cual denuncia, en la propia puesta en escena, una pieza o varias que la realidad prefirió no armar, por motivos que el documental se ocupa de abrir a la conjetura del espectador.
El caso es el de una de aquellas “polaquitas” que la red de trata de personas conocida como Zwi Migdal trajo bajo engaños a la Argentina, en las primeras décadas del siglo pasado, para explotarlas sexualmente. Las cifras son espeluznantes, con un aproximado de veinte mil chicas repartidas en tres mil prostíbulos, con reconocida connivencia policial y gubernamental. En determinado momento, Malka (o Malke) Abraham habría logrado zafar de la temible organización, estableciéndose en la lejana Tucumán en los años ’30. Allí habría regenteado ella misma un prostíbulo, amasando una enorme fortuna y muriendo asesinada, a fines de los ’50, sin dejar descendencia. La incalculable herencia habría ido a parar a las instituciones rectoras de la comunidad judía de la zona, entre ellas una escuela, para lo cual previamente hubo de vencerse la condena ancestral que la ortodoxia religiosa tuvo tradicionalmente para con las trabajadoras del sexo.
Malka es un documental en primera persona, con el propio Tejblum ocupando el lugar de investigador que Sergio Wolf adoptó en Yo no sé qué me han hecho..., Nicolás Prividera en M (2007) y Sebastián Schindel en El rascacielos latino (2012). Es también un film de viaje, en el que Tejblum se traslada de Buenos Aires a Tucumán para indagar, en archivos y con entrevistas a gente indirectamente vinculada, quién era la tal Malka (a quien en la zona algunos llaman “santa”) y cómo fue que rabinos y autoridades civiles aceptaron recibir la suculenta herencia. En verdad, los datos parecen estar más a la vista de lo que podría suponerse, haciendo pensar que si nadie los vio hasta entonces fue porque no quiso.
Un pequeño suelto, en la sección Policiales del diario La Gaceta de octubre de 1957, informa con pelos y señales que la señora apareció en su cama con el cráneo hundido, en medio de un charco de sangre y sosteniendo en la mano un título de propiedad. Lo cual debería llevar de cabeza a una investigación de rutina, que nadie parece haber emprendido. De aspecto cualunque y un aire como de desinterés, que sus empeños sin embargo desmienten, Tejblum se comporta como una suerte de Columbo de “la cole”. Así se lo ve frente a un prestigioso ginecólogo, asombrado de lo que La Gaceta informaba medio siglo atrás, o la hija de quien, en su carácter de presidente de la equivalente local a la AMIA, concretó en su momento el traspaso de los bienes y levantó con ellos la nueva sede de la entidad.
Siempre como quien no quiere la cosa, Tejblum visita el cementerio judío de la capital tucumana, cuyo administrador le señala la tumba de la “santa”, separada del resto, en un terruño que incluso no se considera parte del camposanto. La placa que la menciona es la única que no ostenta símbolo religioso alguno. “Qué curioso que la misma comunidad que la condenó no haya tenido problema en aceptar su donación”, comenta Tejblum en un momento, como quien piensa sin mucha convicción en voz alta. Durante el diálogo con la hija de aquella autoridad da un paso más, recordándole a la señora que hay quienes piensan que el papá guardaba contactos con la Zwi Migdal. El comentario queda algo tapado por la interlocutora, que parecería no registrarlo y por lo tanto ni se molesta en contestar.
Así como halla sin demasiados problemas la necrológica, a Tejblum tampoco le cuesta mucho dar con el testamento de la señora. Llamativamente, sus interlocutores abren los ojos cuando comenta que lo tiene, como si el escrito fuera una suerte de Santo Grial judío, súbitamente hallado. Un escribano enumera las muchas propiedades de la mujer, ubicadas en los mejores barrios de la ciudad, y otro interlocutor estima en cientos de miles de dólares de la época el monto de la herencia. Suma que fue a parar a aquella sede y a la escuela Barón Hirsch, la más exclusiva de la comunidad. Nadie se preocupó nunca por investigar quién, cómo, por qué y eventualmente por encargo de quiénes habría martillado insistentemente la cabeza de la “santa”. Tejblum esparce esos puntos ciegos, como Hansel y Gretel las miguitas, dejando picando el tema, por si a alguien le interesa y decide investigar.