Hace exactamente diez años se estrenaba Mamma Mia!, mediocre musical basado en las populares y pegadizas canciones del grupo sueco ABBA. El éxito comercial en todo el mundo (en la Argentina sumó 400.000 entradas) hizo que buena parte del elenco se reuniera con algunas deserciones (Meryl Streep tiene esta vez poco más que un cameo) y otras bienvenidas incorporaciones, como la de Lily James. De hecho, James de alguna manera "reemplaza" a Streep, ya que interpreta a Donna de joven, en esta mezcla de secuela y precuela.
La acción pendula entre 1979, con la Donna de James viajando hacia y luego instalándose en la paradisíaca isla griega y manteniendo sendos romances con Bill (Josh Dylan en el personaje que de adulto interpreta Stellan Skarsgård), Harry (Hugh Skinner como la versión juvenil de Colin Firth) y Sam (Jeremy Irvine como "precursor" de Pierce Brosnan), y la actualidad. Así, mientras descubrimos los orígenes de la historia, el guionista y director Ol Parker narra también el presente, con la hija de Donna, Sophie (Amanda Seyfried), tratando de cumplir el deseo de su madre de inaugurar con una multitudinaria fiesta el hotel de sus sueños.
No conviene anticipar nada más, pero las letras de los clásicos de ABBA servirán otra vez para acompañar las desventuras afectivas y los vuelcos emocionales de los personajes. El principal problema de Mamma Mia! Vamos otra vez es el desnivel entre una luminosa James y una apagada Seyfried en las subtramas que se van presentando de forma casi paralela. Y, en una decisión incomprensible, el personaje de James -que había bendecido la película con su irresistible sonrisa- prácticamente desaparece durante la media hora final.
De todas maneras, Mamma Mia! Vamos otra vez es una película que cumple exactamente con lo que promete: una apuesta kitsch, un pastiche sentimental sin temor al ridículo (e incluso jactándose de él), con la misma capacidad para reírse de y con los personajes con el que un grupo de amigos enfrentan una noche de karaoke (cantando temas de ABBA, por supuesto). No apto para puristas del musical ni mucho menos para espíritus cínicos, se trata de una propuesta que necesita (exige) que el espectador entre y acepte los códigos, guiños y convenciones que propone. Una vez aceptado el juego cómplice, hay espacio y motivos para unos cuantos pasajes de disfrute sin culpa.