El potente y devastador drama del director de “Margaret” se centra en un hombre solitario y deprimido que debe hacerse cargo de su sobrino cuando muere su hermano. Pero esto es solo el disparador narrativo de esta notable película sobre el dolor, las pérdidas y las dificultades para superarlos que tiene como protagonista a un excelente Casey Affleck.
Hay determinadas películas en las que es difícil sostener el rol analítico del crítico y despegarse personal y emocionalmente de lo que sucede en ellas. MANCHESTER JUNTO AL MAR es una de ellas. La nueva película de Kenneth Lonergan, el director de la extraordinaria MARGARET, te deja como espectador hecho pedazos, tratando de recomponer las piezas, no de la película sino de vos mismo. Es cierto que, a lo largo de sus 130 minutos de duración, uno puede encontrarle sus defectos, problemas y detalles no del todo convincentes, pero eso queda en un segundo o tercer plano cuando el impacto es tan profundo, tan certero, tan de verdad. De hecho, los pasos “erráticos” de la película, la manera poco convencional de narrar de Lonergan, la hacen más honesta y creíble que tanto producto bien afinado para tocar cada una de las fibras sensibles de los espectadores.
No, MANCHESTER JUNTO AL MAR no impacta a partir de golpes bajos ni es de esas películas que usan trucos un poco sucios para llevarse al espectador puesto, sino que casi opera de la manera opuesta: Lonergan te ahoga y angustia por la incapacidad y la imposibilidad de su protagonista de salir del pozo en el que se encuentra, de encontrar aunque sea una manera de expresar su tremendo dolor. Los hechos, en sí, que se narran en la película darían pie a que cualquier director lleve al espectador por el lado del exceso o lo haga transitar la clásica separación en tres actos de una narrativa que culmina con algún tipo de alivio, de descarga, de catarsis. Aquí eso existe, sí, pero es tan asordinado, tan humano y realista que uno no puede evitar salir conmovido hasta las lágrimas del cine.
La película narra la historia de Lee Chandler (Casey Affleck, en una actuación impecable sobre la que agregaré más luego), un hombre solitario, callado y visiblemente deprimido que trabaja como encargado de unos edificios en un barrio pobre de Boston. Vive en un cuarto semivacío y espartano, y pasa de largo a cualquier tipo de intento de seducción, tanto en bares como de alguna dueña de un departamento. Pronto veremos que de la soledad pasa al exceso de alcohol y de ahí a la violencia contra casi cualquiera que lo mire raro hay un solo paso.
Lonergan va narrando la vida cotidiana de Lee mezclándola constantemente con flashbacks, un recurso que al principio resulta raro pero que finalmente termina asentándose. En el pasado, Lee no está así: tiene una mujer (Michelle Williams), tres hijos y pasa tiempo con su hermano Joe (Kyle Chandler, a quien le tocó el mismo apellido que en la ficción) y su sobrino Patrick (Lucas Hedge). Pero ese aparentemente idílico pasado no duraría demasiado más.
Volviendo al presente, el ya de por sí bajoneado Lee recibe la noticia de la muerte de su hermano, que tenía una afección cardíaca, por lo que debe viajar a la ciudad que da título al filme –que queda a una hora y media– para hacerse cargo de la situación. La mujer de Joe (Gretchen Mol) ha desaparecido hace tiempo del mapa y Patrick, a los 16 años, ha quedado solo. Sin mostrar mucha emoción Lee va resolviendo los asuntos del hermano (que, como sabía que le quedaba poco tiempo de vida, tenía todo bastante resuelto) pero se topa con una sorpresa: Joe dejó por escrito que quería que él sea el custodio de Patrick hasta que sea mayor de edad, algo que Lee no parece dispuesto a aceptar. Y no es porque se lleve mal con el chico (al contrario, tienen una relación bastante sólida) sino porque su propio estado mental le impide imaginarse hacerse cargo de, bueno, de nada realmente…
Promediando la película se sabrá cuál es la causa del estado casi catatónico de Lee pero no la revelaré acá. Lo cierto es que el hombre ha quedado emocionalmente destrozado por un hecho de su pasado y la idea de volver al pueblo y, sobre todo, tomar responsabilidades, no le gusta ni un poco. Pero cuando uno podría imaginar que la película se convertiría en una previsible y emocionalmente satisfactoria historia de segundas oportunidades o de redención, Lonergan ofrece algo más complicado de asimilar. Lee quiere y no puede, o puede y no quiere, y su sobrino –un chico bastante amigable, centrado y poco problemático pese a los duros momentos que atravesó y atraviesa– no sabe muy bien cómo manejarse ante una persona como él. Lo único claro es que desea permanecer en Manchester con sus amigos, sus novias y su banda de rock, pero eso es impensable para su tío que quiere huir de ahí lo antes posible.
MANCHESTER JUNTO AL MAR casi nunca recorre los caminos esperados, aún en este tipo de dramas independientes. Tiene momentos de humor en las situaciones más impensadas, se detiene en detalles y personajes secundarios que otros cineastas eliminarían por completo y apuesta a que el espectador ate los hilos no solo del relato sino de las emociones cruzadas de los protagonistas. Lee es un personaje complejo, del que el espectador puede ponerse de su lado pero también notar sus enormes flaquezas, tanto en el pasado como en el presente. Pero Lonergan jamás lo juzga ni le facilita al espectador la tarea hacia una resolución. Es un personaje que boicotea cada una de sus oportunidades, que no tiene la fuerza suficiente para reponerse de algo irrecuperable de lo que además se culpa y que, en el fondo, acaso ni siquiera quiera hacerlo.
Y Affleck –que debería ganar el Oscar por este rol sin ninguna duda, dejando una vez más en claro que el actor de verdad de los hermanos es él– es un ejemplo de contención interpretativa de los que se ven pocas veces. Es imposible definir lo que le sucede simplemente como depresión o alienación. Es alguien que no tiene deseos de vivir, que no logra salir ni siquiera un poco de ese enorme pozo, pero también se nota por momentos que lo intenta, que trata, pero vuelve a rendirse. Es una actuación –y un personaje– de una gran complejidad, imposible de enmarcar bajo parámetros simples. Y eso es lo que hace mucho más real y menos cinematográfico. Su viaje, su recorrido emocional, no tiene líneas claras. Es un pantano, enorme y sin salida, con algunas luces en el fondo pero con una oscuridad que casi no deja verlas ni como encontrar el camino hacia ellas.
Lonergan filmó un drama sobre el dolor, sobre la pérdida, sobre la dificultad de reponerse de una experiencia traumática y sobre la relación entre dos hombres (un tío y un sobrino) que deben afrontar otra nueva pérdida y, en lo posible, ayudarse mutuamente. Pero no es fácil. Todo es un paso adelante y dos para atrás, como decía la canción de Bruce Springsteen. De hecho, uno podría imaginarse la trama y los personajes de esta película como los de una letra de Bruce: historias de hombres comunes, familias, enfrentados a difíciles circunstancias y equivocando el camino hacia la salida la mayor parte de las veces.
Como decía antes, los problemas que tiene la película (unas selecciones musicales discutibles, alguna escena que bordea lo morboso, finales de más) quedan opacados, olvidadas, por la contundencia de la propuesta general, por la apuesta de Lonergan a hacer un cine con la complejidad emocional de la mejor literatura, de esas sagas familiares que tienen en la mira el mito de la Gran Novela Americana. MANCHESTER BY THE SEA es un lugar físico que la película describe a la perfección y es un lugar emocional del que no es fácil salir. Ni para los protagonistas ni para los espectadores.