La vida como un duelo que no tiene fin.
Candidata a seis premios Oscar, entre ellos a los de mejor film, director y actor protagónico, esta tragedia asordinada confirma al realizador Lonergan como un narrador admirable, capaz de manejar con elegancia distintos flashbacks y situaciones dramáticas.
Manchester junto al mar confirma que el tema excluyente del realizador, guionista y dramaturgo Kenneth Lonergan es cómo se sobrevive a la muerte. Su ópera prima, la magnífica You Can Count on Me (2000), que aquí se lanzó en DVD, narraba el reencuentro de dos hermanos, que de pequeños habían sufrido la muerte de sus padres en un accidente de autos. La siguiente, Margaret (2011), que no se conoció en Argentina por ninguna vía, desplegaba toda una trama de relaciones a partir de otro accidente y otra muerte, que pesaba sobre la consciencia de la protagonista. En Manchester junto al mar las muertes son dos. Una ocurre bastante temprano y mueve a un hombre a acercarse a su sobrino, mientras que la otra –otra vez en un accidente– tiene lugar hacia la mitad del metraje. En verdad ese accidente ha sucedido años atrás y explica el aire de duelo en el que repta el protagonista, terminando por subsumir la película entera en él. ¿Son demasiadas dos muertes para una ficción, sobre todo teniendo en cuenta que una de ellas es múltiple? De la respuesta dependerá, seguramente, la apreciación que cada uno se haga del opus 3 de Kenneth Lonergan, candidato a seis Oscars (película, director, guión original, actor protagónico, actor y actriz de reparto).
La primera hora de Manchester junto al mar es un admirable modelo de construcción narrativa. El relato, instalado en el presente, echa luz ocasional sobre zonas del pasado, en la medida en que el recuerdo se le impone al protagonista, Lee Chandler (Casey Affleck). El hombre es un solitario encerrado en su propio dolor, que trabaja como encargado de edificios en la pequeña ciudad de Quincy, Massachussets, ganándose unos pesos extra con arreglitos varios. Es tan retraído que si una chica quiere sacarle conversación en un bar, fracasará. Lo más parecido que Lee tiene a una forma de socialización es agarrarse a trompadas, alcoholizado, en algún pub nocturno. Si es con varios a la vez, mejor. En medio de esta rutina, Lee se entera de que su hermano mayor Joe (Kyle Chandler), que sufría desde hace un tiempo de una rara enfermedad cardíaca, ha muerto de un síncope. Joe deja un hijo adolescente, Patrick (el debutante Lucas Hedge, nominado por esta actuación) y una madre, Elise (la reaparecida Gretchen Mol, digna de mayor crédito del que siempre se le otorgó) que, con serios antecedentes de alcoholismo y episodios de internación, no está en condiciones de hacerse cargo de él. Joe ha dispuesto que sea Lee quien lo haga.
Entrelazado con ese relato cronológico se jaspea una guirnalda de suaves flashbacks, que no se denuncian como tales en términos visuales ni narrativos, de modo que parecerían tener lugar también en presente. Van presentando la vida previa de Lee con su familia: su mujer, Randi (Michelle Williams, algo así como “la” trágica joven del cine estadounidense contemporáneo) y sus tres hijos. Este segundo relato irá a parar al punto nodal de la película, una secuencia culminante que tiene lugar casi justo en la mitad y donde Lonergan toma una decisión desgraciada: la de subrayarla, durante unos cinco minutos o más, con el conocidísimo Adagio de Albinoni. La decisión es errada por varias razones. La primera es que la secuencia no necesita de ningún refuerzo musical, ya que de por sí le sobra intensidad. La segunda es que la idea misma de “refuerzo musical” es equivocada: la propia etimología de la palabra denota que todo refuerzo es redundante. Por último, el Adagio de Albinoni es una de esas que sabemos todos, de modo que su escucha puede llegar a convertirse en un doloroso déjà vu auditivo. Una distracción, un deseo ardiente de que la secuencia termine de una vez.
Una vez finalizada, da la sensación –que tal vez sea subjetiva– de que a la película le cuesta reponerse de esa devastación musical. Le lleva un rato pero lo logra, dejando atrás el fantasma de la película-sobre-tío-que-se-hace-amigo-de-sobrino-y-a-la-vez-se-rehace-como-padre, y abriéndose, a diferencia de la primera parte, a distintas líneas narrativas. Mucho tienen que ver con esta recuperación del interés Lucas Hedges y Casey Affleck. Con cierto parecido físico con Jesse Eisenberg, Hedges se comporta, en relación con Lee, casi más como un hermano mayor que como un sobrino adolescente. Pero también puede costarle horrores ponerse un preservativo cuando está con una de sus novias. Lo de Casey Affleck es extraordinario. Lo suyo es pura implosión, puro duelo contenido, salvo cuando no aguanta más y explota. Debería darle clases de actuación a su hermano Ben. No sólo de ellos dos es el mérito. Lonergan hace jugar a los espacios un rol dramático. La estrecha piecita en la que vive Lee expresa todo lo que perdió. Los flashbacks que muestran la relación de protección que Joe tenía para con él permiten sopesar esa segunda pérdida. Lonergan no concede, por otra parte, uno de esos desenlaces “éramos tan Hollywood”, en los que todo lo que era duelo, ausencia y dolor ahora se cura con nuevas oportunidades y un futuro prometedor.