Una vida posible
Uno podría imaginar a exponentes del denominado Nuevo Cine Argentino de 15 años atrás con una sonrisa satisfactoria ante los dos Oscar obtenidos por “Manchester junto al mar”: Mejor Guión Original para el director Kenneth Lonergan y Mejor Actor para Casey Affleck. Porque el protagonista de esta historia de pérdidas y tristezas parece salido de aquellas películas silentes, de jóvenes monosilábicos y adultos hieráticos, como “Nadar solo” (Ezequiel Acuña), “Extraño” (Santiago Loza) y “El otro” (Ariel Rotter).
Sin embargo, hay diferencias: mientras que el personaje de Julio Chávez en “Extraño” es una especie de monje budista que se ha vaciado de deseo, y por ende de emociones, el Lee Chandler de Affleck, construido a base de respuestas lacónicas y groseras mantiene como único contenido una rabia silenciosa, que estalla en los pocos momentos en que la deja salir (a veces desinhibido por el alcohol que, como buen descendiente de irlandeses, no escatima).
Es difícil actuar esa “nada salvo rabia”: uno puede pecar por exceso o caer en la inexpresividad, pero no es fácil controlar las emociones para lograr esa imposibilidad comunicacional. Esto lo decimos para los que critican la victoria del menor de los Affleck (otro de sus contendientes, Viggo Mortensen, también se ha lucido en personajes que no por parcos son poco intensos).
Como la cuestión pasa por la relación entre el hombre y el mundo, Lonergan construye un mundo invernal en un Massachusetts frío y austero como su protagonista: la fotografía de Jody Lee Lipes hace lucir esa naturaleza magnificente pero todavía indómita, centrada en el pueblo real de Manchester-by-the-Sea.
Pero al mismo tiempo se constituye un universo paralelo donde ese mismo ámbito puede ser más soleado y amigable, como diferentes los personajes. Ese mundo está en un pasado no tan lejano, que se reconstruye a través de flashbacks. Los cuales van apareciendo de manera intuitiva, como notas al pie del texto principal, cerrando la idea con lo que sucede en el presente; incluso, uno de los roles centrales está, precisamente, anclado en ese pasado. Por cierto, la narración también es reposada, sin decaer: una vez que uno entra en ese ritmo, todo marcha sobre rieles (y no es difícil entrar, por la empatía con los protagonistas).
Lo innombrable
Repasemos: Lee Chandler es un personaje gris, conserje explotado en un complejo de edificios, que vive en el sótano. Es servicial pero distante, impersonal, hasta que explote contra uno de los habitantes. Su otra oportunidad para explotar es buscar roña y pelearse en los bares. Un día recibe una llamada que le avisa que su hermano Joe murió, y parte hacia su pueblo natal para hacerse cargo del sepelio, de los bienes de Joe y de Patrick, el hijo que éste criaba solo. De a poco sabremos que el hermano llevaba tiempo enfermo, y que previó que Lee debía hacerse cargo del adolescente. También nos vamos enterando de que Lee alguna vez fue un hombre de familia, que lo perdió todo, y que si vive mal y solo es porque ha estado manteniéndose lejos de Manchester.
De a poco se va construyendo una relación entre tío y sobrino, un chico complicado, con madre ausente, que vio a su padre empeorar a lo largo de los años. Por momentos, tampoco “cae” en la situación, a la que sobrelleva (como su vida anterior) como puede. Alguno verá en la relación un choque generacional, pero lo cierto es que son dos exponente atípicos de las generaciones: el adolescente chúcaro y el adulto todavía joven, que se vio privado de transitar la paternidad hasta la adolescencia de los hijos propios. Pero al menos, el muchacho tiene una vida social, que no quiere sacrificar, y en la que no puede hacer encajar a ese tío sociópata: los pocos momentos luminosos, pequeñas fintas de humor, se dan en esa relación con las “novias” de Patrick y sus madres.
Por lo demás, casi nada es luminoso. Por ahí está Randi, la ex esposa de Lee, que más o menos se ha armado una vida a los manotazos, con la doble culpa de lo que pudo haberle hecho y lo que ahora puede hacerle al emocionalmente tumefacto ex marido. La escena de su reencuentro en la calle (después de un primer cruce en el sepelio), con el cochecito del bebé de ella al lado, es de una tristeza infinita que va más allá de lo verbal: está en las miradas, en las incomodidades, en la silenciosa presencia del coche, en lo que no se puede decir porque no tiene nombre. En la posibilidad de ella de abrirse un poco antes de chocar contra la pared de él.
Antes y ahora
Para construir una y otra relación, Affleck (que desde “Desapareció una noche” de su hermano Ben se consolidó como prototipo de irish catholic) se sostiene en dos intérpretes con su propio peso. Uno es el joven Lucas Hedges, que se ganó una nominación como Actor de Reparto por su Patrick, una criatura con su propio espesor, con los dilemas de todo adolescente más los que le tiraron encima. Pero el otro hito actoral es el de Michelle Williams, que llegó a su cuarta nominación al Oscar (la segunda como Actriz de Reparto) como Randi: en los 32 días de rodaje pudo variar tanto como su partenaire, entre la esposa guarra, de fuerte personalidad, y el alma desgarrada de pocos años después. Hace rato que sabemos que es una actriz de fuste (su Marilyn Monroe sólo pudo ser derrotada por la Margaret Thatcher de Meryl Streep) y dejó de ser una cara (atípicamente) bonita.
Por lo demás, podemos destacar la presencia de Kyle Chandler (justo tiene el mismo apellido que su personaje) como Joe, el hermano mayor que vemos en los flashbacks: un tipo esencialmente afable y bonachón, otro que trasciende los problemas domésticos y es guía para el todavía entero Lee. El resto hace lo propio, ayudando a darle marco a los centrales: C.J. Wilson como George, el amigo de la familia que se hace cargo de muchas cosas; Gretchen Mol como Elise, la ex de Joe, con sus propios demonios a cuestas; Tate Donovan como el entrenador de hockey de Patrick; Kara Hayward y Anna Baryshnikov (sí, es la hija del legendario Mikhail) como Silvie y Sandy, las simultáneas noviecitas, ambas humanas e interesadas; y Mary Mallen como Sharon, la mamá de Sandy, protagonista de una escena liviana junto a Lee.
Ojo y oído
Para la leyenda quedará que la idea original fue de John Krasinski y Matt Damon, que quería protagonizarla (él también es un irlandés cinematográfico) y debutar como director; que sus compromisos lo llevaron para otro lado, y que Lonergan fue ganando terreno y sumando a un amigo como Casey (Matt y y Ben hace rato que hacen picardías juntos, como ganarse un Oscar como guionistas). De todos modos, el producto final es ciento por ciento Lonergan, quien sorprende tanto por sus aciertos como por sus descubrimientos. Su apuesta por la música barroca, especialmente “El Mesías” de Haendel, es un efecto de sacralidad; la escena más devastadora está acompañada por el Adagio en Sol Menor para cuerdas y órgano, compuesto por Remo Giazotto sobre ideas de Tomasso Albinoni, pero el toque de futilidad de la camilla que no sube (vaya, vea la película y relea este párrafo) salió en el momento del rodaje: a nadie se le hubiese ocurrido, pero hay que tener ojo para dejarlo.
No hay mucho más para agregar. Los espectadores podrán cargar tintas sobre las conductas de cada personaje, sobre su manera de lidiar contra las adversidades y construir vínculos. El relato le escapa a lo que pensamos como final feliz; y sin embargo, se respira un cierto aroma a happy ending. Quizás porque encontrar una vida posible sea algo parecido a la felicidad.
Excelente *****
“Manchester junto al mar”
“Manchester by the Sea” (Estados Unidos, 2016). Guión y dirección: Kenneth Lonergan. Fotografía: Jody Lee Lipes. Música: Lesley Barber. Edición: Jennifer Lame. Diseño de producción: Ruth De Jong. Elenco: Casey Affleck, Lucas Hedges, Michelle Williams, Kyle Chandler, C.J. Wilson, Gretchen Mol, Tate Donovan, Kara Hayward, Anna Baryshnikov, Mary Mallen. Duración: 137 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cinemark.