Si bien esta película se inscribe en una larga tradición de melodramas familiares, no deja de representar un soplo fresco ante la andanada de fantasías descontroladas que –parece– es lo único que nos llega de los Estados Unidos. No porque esas fantasías sean por defecto malas, sino porque nos obligan al menú único. Aquí se cuenta la historia de un hombre joven (un perfecto Casey Affleck), hosco y poco comunicativo que viaja a su pueblo natal ante la muerte de su hermano, para descubrir que ha sido designado guarda legal de su sobrino adolescente. Pero ese viaje es, también, un retorno a una tragedia gigantesca que lo ha consumido y que es casi imposible de mencionar. Se trata, pues, de hacer las paces o, en todo caso, de aceptar los límites que el pasado le impone al presente. Todo se narra de manera efectiva, sin subrayar los saltos temporales –totalmente comprensibles– y con una cámara que se toma el trabajo de ser pudorosa cuando debe. Hay momentos de una emoción gigante y virtuosismos narrativos y formales que no se notan, sino que están allí porque es la mejor manera de comunicar el núcleo de cada secuencia, la belleza o la tristeza –en ocasiones, ambas– que satura la vida de estas criaturas. Los actores hacen de gente común y logran que les creamos: eso es lo más difícil de lograr en la pantalla y no hay fisuras.