Como aquel que domina al león con coraje, Kenneth Lonergan es un experto en el manejo de la perilla de intensidad emocional de su cine. Parte de lo más interesante de esa película tan inestable como sorprendente que es Margaret proviene de esas dosis heterogéneas de emociones varias que le inyecta a su protagonista, cuyos estados derivan fácilmente de la angustia adolescente a la histeria colectiva de vivir en una Nueva York post 9/11 que ha perdido los vínculos más vitales de la vida en comunidad. En un espacio convertido en tierra hostil, donde la amenaza colectiva incita a buscar víctimas y victimarios, Lonergan sube el volúmen de la emoción a nível casi ruido blanco, con un accidente filmado con palpitación gore, para bajar luego la distorsión a la calma acústica de una película de cámara, con confianza ciega en la construcción de ese mundo intimista que se quiere épico, sinfónico, abarcativo.