Después de la estupenda Margaret, el director y guionista Keneth Lonergan, con producción de Amazon Studios, consigue llegar muy lejos con esta crónica de un hombre roto, una película de una tristeza tan abrumadora que te sacude. Sin manipulaciones ni golpes bajos, con una sensibilidad que fluye mientras despliega las capas de su relato. Apelando a un espectador inteligente que puede enfrentar, junto a su extraordinario elenco, las formas en que la pérdida y la culpa repercuten y marcan nuestra vida. Con una puesta del mejor cine independiente, en el que pueden contarse cuando parece que no se está contando nada.
Esta es la historia de Lee Chandler -Casey Affleck-, un encargado de edificios que vive en un sucucho desangelado, desatasca los caños de los propietarios, libera de nieve las puertas y así ve pasar los días. Hasta que su vida anterior, su pasado, irrumpe en ese presente: su hermano ha muerto. Es evidente, porque además una serie de flashbacks nos lo van mostrando, que Lee tenía con su hermano una relación cercana y afectuosa. Pero el tipo parece tan catatónico que cuando lo despide, su breve muestra de dolor conmueve. Así que el hombre parte a su ciudad, la del bello nombre y título de la película, donde su hermano, consciente de su muerte cercana, dejó arreglados sus asuntos. La sorpresa, para Lee, es que lo designó tutor de su sobrino Patrick, un adolescente de 16 años (Lucas Hedges) maduro y adaptado pero menor de edad al fin. La relación del tío y el sobrino es cálida, pero está claro que Lee no es capaz, ni tiene ganas, de hacerse cargo de nadie.
De a poco, a través de escenas en apariencia anodinas que siguen alternándose con flashbacks, Lonergan va completando el relato retrospectivo hasta revelar el tremendo episodio que lo transformaría en esa especie de muerto en vida, con cara de nada, que tenemos enfrente. Una herida abierta que explica, por ejemplo, que Lee de vez en cuando se emborrache para agarrarse a trompadas con el primero que pase, en estallidos de violencia sordos, animales, profundamente perturbadores. Somos nosotros, espectadores, los que recibimos esas piezas de información y construimos con ellas el retrato de este sujeto, sostenidos inevitablemente por nuestras propias experiencias con los dolores de pérdida, en ese diálogo silencioso que producen las obras de arte cuando son honestas y verdaderamente profundas.
Es cierto que Lonergan, en semejante bajón, tiene el talento y la humanidad suficientes como para trasladar a su película el pulso de ese pueblo al que Lee no quiere volver, con sus distintos personajes, de distintas generaciones, y así hacernos el trago más fácil de tragar. Entre ellos, claro, destaca el joven Patrick, sus novias y su grupo de amigos, firmes en la compañía durante el duro momento de su compañero. Su aporte de energía hormonal, en contrapunto con el sombrío tío Lee, produce los momentos más sutilmente divertidos y hasta humorísticos de la película, que los tiene y se agradecen. Y porque sutileza es una virtud tan presente en este duro relato, queda en el debe cierta recarga en la desgracia, incluidas un par de escenas que están al borde de pasarse de la raya del buen gusto general, que parecen de más.
Si Manchester by the sea es un viaje tan contundente, sin duda una de las mejores -¿la tapada?- de las nueve nominadas a mejor película en los Oscar, es en buena parte gracias al que parece el premio número puesto, y justo: la interpretación de Casey Affleck (¿alguien duda de que es el mejor actor de los dos hermanos?). Contenido aún cuando estalla, su composición es un verdadero espectáculo en sí mismo: verlo, y escucharlo con su extraña voz característica, es intuir la presencia de su terremoto interno.