Convivencia
Nominada al Oscar al mejor film extranjero, esta coproducción entre Estonia y Georgia muestra la contracara humana de la guerra civil por motivos étnicos y religiosos.
El tópico de la guerra –entre países, diferentes pueblos, o civiles- constituye todo un género cinematográfico. Pero pocos de esos films empiezan de manera tan bucólica como Mandarinas (no confundir con Tangerine, el excelente film de Sean Baker que se estrenó recientemente): un viejo fabrica en su taller cajones para envasar las mandarinas, de inminente cosecha.
En la región de Abkhazia, Georgia, cuando al disolverse la Unión Soviética estalló la guerra civil, la numerosa colectividad de origen estonio que allí residía desde hacía décadas regresó a su madre patria. Sin embargo, Ivo (Lembit Ulfsak), un granjero, tiene sus razones para ser de los pocos que permanecen en la que considera su tierra. Por otro lado, junto a su vecino Margus está impaciente por cosechar una enorme plantación, antes de que la guerra llegue a esos lugares, y después Margus pueda volver a Estonia.
Pero la guerra los alcanza en su hogar antes de lo pensado: en un enfrentamiento mortal sobreviven heridos dos combatientes, uno, mercenario de los separatistas, checheno, y el otro, georgiano; uno musulmán, el otro cristiano, e Ivo se los lleva a su casa para curarlos y volverlos a la vida. Sin embargo, la convivencia entre enemigos no será fácil: ambos juran matarse mutuamente. Pero la presencia de Ivo, un patriarca, suerte de salvaguarda de la paz y la moral, motiva que esta situación conflictiva tome un giro inesperado. La convivencia genera una interesante red de relaciones entre los cuatro hombres, que va atravesando diversos estadios. Ivo y el checheno, ambos hombres de honor, mantienen un diálogo fluido, en el que Ivo hace obvias las arbitrariedades de la guerra, la nimiedad de las diferencias.
Las mandarinas pasan a constituir un símbolo: de lo que debe ser salvaguardado, de la imposibilidad de lo mismo, de la naturaleza que resiste en medio de la guerra. El taller de carpintería de Ivo pronto pasará a fabricar cajones para muertos, no para frutas. Sin adentrarse en los orígenes y fuerzas del conflicto, el film nos dice que dos grupos luchan en 1992 por el territorio: los georgianos y los otros, que en este caso son locales, representados por ese mercenario checheno. Todos hablan un mismo idioma. El conflicto se replica hoy en otros países. El planteo de este bello largometraje, entre la fábula y la parábola, resulta algo simplista porque sabemos que la paz no se consigue con lograr que los enemigos compartan el té, pero la arbitrariedad de la guerra demuestra superar las buenas intenciones.
La fotografía de Rein Kotov realza el valor de la acción, con una acertada y bella imagen del paisaje rural y una sutil iluminación para los interiores, concebidos como escenas teatrales. Es esta una de esas películas donde se dice mucho con muy poco, en las que valen los gestos, la música de un instrumento de cuerda que puntea o rasguea siempre la misma melodía, la guerra reducida a un espacio mínimo, donde se reproducen las tensiones mayores.