Los dos más odiados
Al igual que en la última película de Quentin Tarantino, Los 8 más odiados, en la premiadísima Mandarinas, de Zaza Urushadze, varios personajes terminan recalando (algunos de forma un tanto fortuita) en un mismo recinto, un grupo de tipos distanciados por diversas cuestiones vinculadas con la guerra y las diferencias étnicas y religiosas, también políticas, lo que hace que la narración se sostenga en la tensión que reside en esos vínculos a punto de explotar (dos soldados enfrentados heridos, y dos hombres simples a su cuidado y contención). Mandarinas es, como la de Tarantino, también una película teatral no sólo por cómo centraliza su atención casi en un único espacio cerrado, sino además por la forma en que dispone a los personajes en el plano, haciéndolos mover y por lo tanto modificando los puntos de interés y de información sobre lo que vemos. Claro, lo que diferencia a una película de la otra es la intención final de sus directores.
Mientras a Tarantino lo moviliza una maldad intrínseca potenciando la podredumbre de sus personajes irredimibles, a la vez que cincela sobre la tosquedad de ese film en exceso barroco una serie de referencias, citas y homenajes que, incluso, mencionan a su propio cine, en Urushadze lo que sobresale a partir de su puesta en escena controladísima y su calculado crescendo dramático y trágico es el mensaje bienpensante sobre el horror de la guerra y el absurdo de los hermanos asesinándose entre sí. Tarantino toma las tensiones de la Guerra Civil norteamericana para generar polémica y reforzar la idea de que aquellas tensiones se sostienen hoy, mientras que Urushadze se vale de los conflictos bélicos entre chechenos y georgianos para un alegato pacifista en extremo simplista.
En verdad hace mal uno en comparar películas que nunca se imaginaron cercanas, pero bien vale ponerlas en abismo para reconocer cómo el cine, el verdadero cine, el de los grandes directores que imaginan y piensan cada imagen y ponen en crisis los discursos, supera cualquier intención que excede al arte, como es la diplomacia de un tipo como Urushadze. Y no es que Los 8 más odiados me parezca un film irreprochable (de hecho me resulta tedioso en su provocación adolescente y caprichosa), pero en la frialdad académica de esta coproducción entre Georgia y Estonia hay tanta vocación por agradar que resulta bastante repudiable.
Lo peor de películas como Mandarinas es que ni siquiera están mal. De hecho los cuatro protagonistas están notables y son pilares indisimulable de los logros del film, y hasta la composición de esos personajes simples y puestos en fricción sólo por los absurdos de las ideologías y los extremos de alguna manera justifica la mirada plana sobre la guerra y lo humano. También es digna de destacar la música, una melodía que es un himno mortuorio que de alguna forma anticipa el callejón sin salida en que la historia introduce a los hombres simples. Porque es eso, un cuarteto de tipos simples que de la noche a la mañana se enfrentan a lo inevitable. Tal vez el mayor problema de Mandarinas no sea la propia película, sino más bien lo funcional que resulta a ese público que piensa el cine como un catálogo de lugares comunes y frases hechas sobre la humanidad.