En una de las primeras escenas de “Mandarinas” (Estonia, 2014) de Zaza Urushadze, al protagonista, Ivo (Lembit Ulfsak) le dicen, luego de quitarle alimentos y de ponerlo en una situación complicada “Lamento que los hombre buenos como tu envejezcan”.
En esa primera sentencia, contundente, descriptiva, se pone en claro cuál será el rol del personaje en esta historia de tolerancia, reflexión sobre la condición humana, perseverancia, y, sobre todo, lucha por ideales, en las que Urushadze logra transmitir la urgencia de una zona atravesada por la violencia y la mezquindad en la que la humanidad tiende cada día a desaparecer por caprichos y reproches.
Enfocando la acción en 1992, en un instante de la guerra entre Abjasia y Georgia, Ivo, un anciano recolector de mandarinas junto a su compañero Magnus (Elmo Nuganen), verán como su realidad de trabajadores se modifique al tener que albergar a dos sobrevivientes de un atentado, cada uno con su nacionalidad e ideología.
La casa de Ivo será el espacio en el que la acción se desarrolle y en donde el enfrentamiento externo entre abjasianos y georgianos, que está diezmando la zona, termine por replicarse en el interior al comenzar, luego de varios días de reposo, a interactuar el checheno Ahmid (Giorgi Nakashidze) junto con el georgiano Niko (Misha Meskhi).
La tensión entre ambos marcará el pulso de un guión que, sin golpes bajos ni eufemismos, a lo largo de casi dos horas, intenta reflexionar sobre la posibilidad de paz y entendimiento entre los seres humanos.
La casa de Ivo será el lugar de paz, ya que entre los enfrentados un pacto de tregua iniciará la posibilidad de diálogo para poder, al menos durante la recuperación de cada uno, tener un momento de paz.
Urushadze, quien también es autor del guión, logra que a través de las rutinas de la casa, se pueda ir tejiendo un complejo entramado narrativo, en el que ninguna interacción es librada al azar. Todo aquello que los protagonistas se dicen o hacen tendrá luego una repercusión inmediata en la acción.
La cosecha de mandarinas espera a que el conflicto se solucione, pero al no llegar a una pronta culminación, la misma comienza a perderse con la misma rapidez que la enemistad entre los protagonistas continúa avanzando.
El director filma con escepticismo cada plano que busca contextualizar su narración, así no sólo se permite que el campo sea una mera excusa que acompaña al escenario principal, la casa de Ivo, en el que los sucesos se desarrollan.
Hay una fuerte importancia a la palabra como fundadora de sentido, pero también como vehículo para que esa humanidad perdida, pueda volver a recuperar algo de fe. Magnus cree que Ahmid matará a Niko, pero Ivo le dice “me dio su palabra que dentro de la casa no lo hará”, reforzando esa idea primigenia.
Negocios en medio de la guerra, música que sólo puede ser escuchada con un casete que nunca termina de tener la cinta en el lugar que se necesita, la comida como instancia de reunión y comunión entre diferente, y, principalmente, la evocación a la amistad para terminar de consolidar un cuadro de estado o situación emergente, son tan sólo algunos de los motores narrativos de “Mandarinas”, filme necesario y contundente.