El hombre de los puños como piedra
El cine y el box van de la mano. Pero acá no está el mejor ejemplo. Un boxeador notable y una película correcta, casi aburrida que expone la relación histórica entre deporte y negocio, y recuerda el conflicto entre Panamá y Estados Unidos.
Allí estuvieron y estarán las cámaras para registrar gloria y honor de vencedores y vencidos. Un deporte de virilidad atávica, decía Jack London. John Huston, por su parte, supo alguna vez calzarse los guantes paraluego dedicarle una de sus películas más melancólicas: Fat City (1972).
En esa relación se construye una estela de películas que varían, dedicadas a documentar peleas, recrearlas, inventarlas. La interacción entre estas partes puede alcanzar ejemplos superlativos, como Toro salvaje, de Scorsese; como Gatica, el mono, de Favio. En estos dos casos la poética de sus autores se apropia de la habilidad del personaje a retratar. Jack La Mota o José María Gatica serán, así, reinventados, golpeados, glorificados, mutados en símbolos decadentes, dramáticos, con aura de ave fénix. Estos rasgos están más o menos siempre en el mejor cine de box. (Al menos hasta que surja la figura del boxeador empresario, con habilidades de CEO y golpes de filántropo).
El drama que un boxeador significa es material suficiente. La figura del panameño Roberto "Mano de Piedra" Durán, también. El problema aparece cuando hay muchas aristas que satisfacer, no vaya a ser que alguien quede molesto. De esta manera, Manos de Piedra es una película que, aun cuando se dedique con esmero a la vida y peleas fundamentales del mejor peso liviano de todos los tiempos, no hace más que cumplir con el ritual preclaro o previsible del Hollywood contemporáneo.
No se trata, vale aclarar, de un bodrio como la reciente Revancha, donde Jack Gyllenhaal exhibe un físico indestructible auspiciado por HBO. En este sentido, Manos de Piedra es más digna, dedicada a exponer las vicisitudes históricas de la relación entre deporte y negocio, así como arecordar el conflicto político entre Panamá y Estados Unidos. Roberto Durán ‑en la piel del venezolano Edgar Ramírez‑ es la síntesis del asunto: de niñez pobrísima, consciente delsometimiento que sufre su país, a su vez resorte que vivifica al entrenador norteamericano Ray Arcel (Robert De Niro). Arcel, por su parte, es la bisagra que desoculta el vínculo con la mafia, dedicada a hegemonizar el box en Nueva York. La matufia que sobrevendrá con la televisión, es obvia.
Lo que juega en contra de esta película de Jonathan Jakubowicz es el subrayado, las obviedades, la enunciación de frases evidentes, didácticas. Esto se traduce, finalmente, al interior del ring, donde prevalece la espectacularidad: los golpes surgen como consecuencia de los cortes de montaje, del impacto del diseño sonoro, antes que por el enfrentamiento de los púgiles. No se percibe un detenimiento en la habilidad de Durán, en sus movimientos y trompadas, aun cuando el inicio de la película así lo presagie.
Lo que sobresale es el efectismo, con una modalidad estética que es cercana al mundo televisivo y mercantil que se critica. Es decir, no basta con señalar tal cuestión desde los parlamentos ‑el dinero no importa, dirá Arcel; gastaste diez mil dólares, le dice la esposa a Durán, a él tampoco le importa‑. Tampoco alcanza desde la enunciación de la prestidigitación de los combates, con un Don King (Reg Cathey) o un Carlos Eleta (Rubén Blades) presumiblemente embusteros. Es Durán quien asume el rol redentor, sobre todo cuando decide abandonar la pelea y perder el título frente a Sugar Ray Leonard. Como si estuviese asqueado del asunto. Durante ese combate, un montaje paralelo remite a imágenes de su pasado. Un despropósito que, al psicologizar la situación, la vuelve fútil porque la "explica". Si aquí hay flashbacks, el inicio del film remite a la infancia y presagia el futuro: el pequeño Roberto golpea de manera profética en sus peleas callejeras. Muy, muy obvio.
Es por este "juego de encastres argumentales" que tampoco pueden compartirse las intrusiones en la vida privada de otros personajes, como sucede con Ray Leonard y sus "ardides" de alcoba. Menos aún cuando quien narra en off es el propio Arcel. Dado el caso, son escenas que a lo largo de la trama aclaran, atan cabos sueltos, se ufanan por una lógica causal aburrida porque evita la poética fílmica.
En Manos de Piedra no hay extrañamiento del ring, no hay nebulosa de golpes, sino un relato homogéneo, políticamente correcto. Su protagonista pasa a ser, de este modo, el héroe que sobresale, supera su origen marginal, y parece destinado a suturar heridas mayores y sociales.