LA ETICA DEL BOXEO
Si la aparición de Roberto “Manos de piedra” Durán en el espectro del boxeo mundial resultó una sorpresa notable, una especie de meteorito que pocos podían prever, el biopic sobre su figura que es Manos de piedra también es, a su modo y salvando las distancias, toda una sorpresa. Una sorpresa que se va constituyendo de a poco, sobre la marcha, pieza a pieza, y que es en sí toda una paradoja, porque lo más interesante y atractivo no se ve dentro sino fuera del ring.
Muchas cosas pasan y se cuentan en Manos de piedra, a pesar de que se presenta como un simple biopic sobre Roberto Durán, quien hilvanó una carrera legendaria en diferentes categorías, empezando por los pesos ligeros para luego reconvertirse como welter. En la primera mitad, lo que se impone no es tanto la historia de Durán, con su infancia pobre, el abandono de su padre que lo marca de por vida; su amor a primera vista con Felicidad, su mujer de toda la vida; y el problemático contexto político de Panamá como telón de fondo; sino la perspectiva y la mirada de Ray Arcel, un entrenador de enorme trayectoria al que Robert De Niro encarna con una disciplina, sobriedad y sutileza que hacía rato no se le veía, como si hubiera estado esperando por años un papel semejante. Arcel es un personaje que merece una película propia y que entrega un conjunto de frases tan simples como memorables, que evidencian una coherencia de hierro y reflejan buena parte de una ética boxística que parece perdida. Si bien su voz en off, que va pautando buena parte del relato, está ciertamente de más, hay algo en el tono que usa De Niro que lleva a que podamos aceptarla. Ese tono está marcado por lo didáctico: estamos ante a un entrenador -que es más bien un docente del boxeo y la vida- explicando a su estudiante, contándonos sus virtudes, defectos, potencialidades, su crecimiento y aprendizaje. Durante largos minutos, Manos de piedra funciona mucho mejor como biopic sobre Arcel, sobre un tipo que simboliza el Boxeo (así, con mayúscula), que como biopic sobre Durán, que representa claramente a ese país repleto de contradicciones que es Panamá.
Es en su segunda mitad donde Manos de piedra encuentra la forma precisa para contar apropiadamente la serie de conflictos que aquejan a Durán (a quien Edgar Ramírez interpreta con la dosis necesaria de compromiso drama y espectáculo), como si hubiera necesitado armar todo el rompecabezas de su infancia y juventud para terminar de entenderlo y narrarlo en sus momentos decisivos, donde lo legendario se fusionó con lo humano. Si la película presenta unas cuantas dificultades para delinear las instancias de ascenso y caída, un tanto condenada por los lugares comunes, encuentra muchas más facilidades para la etapa de redención, alimentándose precisamente de todos los lugares comunes. Allí la historia de Durán confluye con la historia de Panamá, pudiendo apreciarse las construcciones de imaginarios y leyendas, la necesidad de un país de tener a un hombre que pueda ser un ídolo en quien reflejarse, y a ese hombre entendiendo los mecanismos apropiados para reinventarse y poder ser ese ídolo, ese mito viviente que simbolice todo lo que puede lograr una nación.
Como decíamos antes, lo mejor de Manos de piedra no se ve dentro del ring: el director y guionista Jonathan Jakubowicz se regodea demasiado en los travellings y trucos de montaje, perdiendo la oportunidad de exponer más apropiadamente las virtudes boxísticas de Durán y lo que implicaron sus duelos con Sugar Ray Leonard. Pero a cambio logra entregar un film que entiende y muestra con sapiencia el detrás de escena, los momentos previos a subir al cuadrilátero, los desafíos físicos y conductuales que afronta un boxeador en el día a día, la forma en que puede jugar su entorno, el negocio que se ensambla a su alrededor, los egos de todo tipo en constante choque. Es un gesto deliberado, que deja en claro que el boxeo es un deporte individual pero cimentado en lo grupal y hasta directamente lo colectivo. A veces, nos dice el film, cuando un boxeador entra al ring, no solo ingresa él: también lo hacen su familia, su entrenador, su representante, sus amigos, el lugar donde nació. Entran las historias particulares y generales. Entra una ideología. Entra un país. Con esa dosis de inteligencia y sensibilidad –e imponiéndose a sus rugosidades y desniveles-, Manos de piedra cuenta una época y explica una serie de valores que parecen perdidos.