Premio del Jurado en el Festival de Berlín, este film mexicano (coproducido con la Argentina) se centra en tres mujeres unidas por la desaparición de la hermana de una de ellas en un pueblo controlado por los narcos.
En el elegante y algo curioso retaceo informativo que constituye el modus operandi de MANTO DE GEMAS, lo que se percibe como algo inevitable es la tensión, el miedo, la sensación permanente de que algo espantoso puede suceder en cualquier momento. En su opera prima, la realizadora mexicana no apuesta casi nunca por crear suspenso o terror de una manera convencional. El espanto parece estar en el aire, hacerse respirable a través de una cámara que se mueve y avanza casi como una serpiente que observa lo que sucede, esperando el momento adecuado para atacar.
Son tres mujeres que rondan un mismo espacio, una misma historia, una misma serie de sensaciones. De edades quizás similares pero desde situaciones personales y económicas muy distintas, Isabel, María y Roberta se conectan a partir de ese tenebroso «lugar común» (aplicable también en un sentido geográfico) que es la muerte, la desaparición de personas, la violencia que parece atravesarlo todo allí donde viven. La hermana de María (Antonia Olivares), una mujer que ayuda a Isabel (Nailea Norvind) en su casa, ha desaparecido y nadie parece saber su paradero. Roberta (Aida Roa) es una comandante de policía que investiga el caso. Y las tres portan los rostros abrumados de personas que se enfrentan ante una situación que no parece tener salida.
MANTO DE GEMAS –que recibió el Premio del Jurado en la Berlinale 2022– no se plantea como thriller ni como película de investigación o policial de suspenso. Ese «disparador» es, literalmente, eso: un punto de partida para conocer a los personajes, sus mundos y sus circunstancias. Isabel es una mujer de un buen pasar económico que tiene dos hijos y atraviesa un incómodo divorcio. En la casa de campo familiar, Isabel está con sus hijos, su soledad y una expresión vacía en el rostro, la de alguien que no le encuentra demasiado sentido a su vida. Y ayudar a María –que trabaja en esa casa– a encontrar a su hermana es una tarea que podría darle alguna razón de ser a sus días.
Roberta, en tanto, parece ser la última policía decente de la zona, la única no «controlada» por los narcos. Su preocupación principal pasa por mantener a su hijo adolescente alejada de la inevitable mano del cartel de la zona, algo que no es nada sencillo. Es que para el chico, que vive en un pueblo cuyo color principal parece ser el aburrimiento, estar rodeado de armas, fiestas, música y amigos prueba ser demasiado atractivo como para evitarlo. Y no alcanzan ni los golpes ni las advertencias de Roberta para sacarlo de allí.
López Gallardo trabaja como editora (de películas de Amat Escalante, Carlos Reygadas y Lisandro Alonso, sin ir más lejos) y ese origen se nota en la manera esquiva en la que la información se le presenta al espectador, que tiene que unir líneas narrativas y definir personajes que la realizadora prefiere incorporar a la historia de la manera más natural posible, como si siempre hubieran estado ahí. Las vidas en MANTO DE GEMAS no empiezan con la ficción, no hay necesidad de eso que en las escuelas de guión llaman «exposición», ese cotorreo informativo en el que los personajes se dicen unos a otros lo que ya deberían saber de ellos mismos. Acá hay que entrar a la historia como lo hace la cámara, prestando atención sigilosamente y tratando de establecer conexiones.
Esa decisión narrativa cumple una función clave en el guión y marca fuertemente a toda la película. Los espectadores acostumbrados a relatos más lineales se verán un tanto frustrados por el formato impresionista elegido por la directora, la manera en la que le escapa a subirse al caballo del policial con intriga y potencial resolución. Pero a la vez ese registro poético y casi observacional logran que MANTO DE GEMAS no caiga del todo en los habituales clichés del relato cruel, ese que repite como un persistente y folclórico mantra la inevitabilidad de la violencia en América Latina o, más específicamente, en México. Esa crueldad aparecerá, tarde o temprano (la escena final, absolutamente prescindible, va por ese camino), pero al observarla desde una mirada distante en lugar de desde la identificación psicológica, la búsqueda parece estar más cerca de la alegoría que del intento de shockear al espectador.
La película es, más que cualquier otra cosa, un retrato de estas tres mujeres de diferentes clases sociales enfrentadas a un mundo donde la violencia (sobre todo masculina) y el miedo son permanentes. Isabel ve a su propia familia (su madre, argentina, y sus amigos) vivir en estado de negación y solo parece responder desde la apatía. María lo ve todo desde la angustia. Y Roberta, desde la impotencia y la bronca. Y todo eso está muy bien resumido en la que acaso sea la mejor escena del film, un largo plano en algún tipo de destacamento policial en el que decenas de personas tratan, en la mayoría de los casos infructuosamente, de encontrar a hijos, hijas y familiares desaparecidos. Allí la negación, la apatía, la angustia, la impotencia y la bronca conviven en el tiempo y en el espacio. Silenciosas, permanentes e inamovibles.