Máquinas mortales es otra aventura distópica, sin nada nuevo que ofrecer, que hace de la representación visual del mundo que crea -a través de la opulencia de sus efectos especiales- su razón de ser, pero volviéndolo puro artificio.
Peter Jackson hace todo a lo grande. A veces funciona y a veces no. Pero a la larga siempre agota y se agota. En este caso su idea de cine da forma (o deforma), en su rol de productor, a Máquinas mortales.
Basada en un bestseller, la película cuenta (el guion fue escrito por el propio Jackson y su equipo de siempre, creadores de la trilogía de El Señor de los Anillos y El hobbit, conformado por Phillipa Boyens y Fran Walsh) grandilocuentemente -creyendo que lo hace épicamente-, y como distopía un mundo post-apocalíptico steampunk donde las grandes ciudades, ahora móviles y rodantes, “engullen” a las pequeñas para apropiarse de sus habitantes y sus recursos.
Estamos en Londres y Thaddeus Valentine (Hugo Weaving), un ingeniero “humanista” y con buena llegada al poder, proyecta un plan benefactor que en realidad esconde intenciones aviesas: construir una bomba nuclear que haga caer el muro que separa a la humanidad y dominar finalmente todo el mundo. Una joven, Hester Shaw (Hera Hilmar), “llega” para vengar un pasado que incluye la muerte de su madre y su propia supervivencia. En el camino se cruzará con otros personajes que la ayudarán y otros del pasado que también la persiguen.
Toda esta mezcla de historias, que en el aspecto audiovisual se pintan desde un look retrofuturista, va sucediéndose por obra y gracia de un guion que hace aparecer y desaparecer personajes sin otra motivación que hacer avanzar, sin respiro, la trama para que no pensemos durante las dos horas que dura el film en los agujeros narrativos, y abusando de las alegorías y metáforas burdas y groseras que pretenden hablar del presente.
Personajes estereotipados, uso de flashbacks que ilustran los parlamentos explicativos, exceso de imaginería resuelta desde el CGI vistoso pero artificial y sin corazón, sentimentalismo ramplón, cruces, conflictos y resoluciones propios de un mal culebrón hacen de Máquinas mortales un fallido producto que, en el mejor de los casos, sólo causa gracia cuando no lo busca.