A las piñas
Puede sonar brutal decirlo así, pero el boxeador Sergio Maravilla Martínez está todo roto. Le duele prácticamente todo. La kinesióloga y quiropráctica ausculta el cuerpo del boxeador echado sobre una camilla como si estuviera en una sesión de exorcismo: pellizca en una zona, masajea en otra; prueba un movimiento violento para identificar un dolor determinado y expulsarlo, sacarlo a la luz y respirar después, sabiendo que la batalla es desigual y que cada pequeño triunfo no debe ilusionarnos del todo y hacernos bajar la guardia. Los demonios de Martínez se multiplican. Se acerca a los cuarenta años, y con esa edad en ciernes crece la probabilidad de un retiro obligado antes de haber cumplido los objetivos trazados. Cuando Maravilla había pasado hacía rato los treinta años todavía no era nadie. Solo un descastado que viajó a los Estados Unidos y después a España porque no encontraba en la Argentina apoyo de ningún tipo. Su manager es un americano que se entera de su existencia mirando unos videos que alguien le ha pasado casi al descuido. Maravilla: la película es un modesto documental de cuño televisivo que por momentos luce lleno de vida. Maravilla está esperando su gran pelea pero no la encuentra. El mundo del box es duro. El capo del Consejo Mundial de Boxeo es un mexicano que parece el Padrino de Coppola, Grondona y Roberto Gómez Bolaños, todos juntos. La mezcla no resulta agradable. El boxeador preferido del Padrino es Julio César Chávez, hijo del gran campeón de México Chávez, al que considera poco menos que como un ahijado. Chávez Jr. empieza boxeando desde muy chico; la idea es moldearlo, convertirlo con paciencia en un peleador de importancia, no digamos a la altura de su padre pero que se le acerque todo lo que se pueda. La simpatía de los mexicanos está de su parte porque ven la posibilidad de una continuidad emotiva en la saga familiar, la leyenda que se extiende en el tiempo y pasa de padre a hijo, como un cetro. Maravilla es obligado a subirse a un ring para pelear con otros mientras Chávez se prueba de a poco enfrentándose a contrincantes de menor valía, adquiriendo destreza y potencia sin demasiado riesgo. El problema para Maravilla es que empezó de grande. Todos los testimonios lo describen como un atleta, pero los años se le acortan, la espera no obra a su favor. El elemento trágico principal de la película es el tiempo. ¿Cómo hace Maravilla para salir de esa encrucijada? En un momento un plano desde la altura toma al boxeador argentino caminando en medio de un laberinto verde en la ciudad de Madrid. La metáfora es obvia y prescindible. Por suerte la película tiene poco y nada de eso, y prefiere por el contrario dedicarse a la construcción de una tensión que tiene su mayor punto de apoyo en la creación de personajes a veces laterales. El manager, por ejemplo, es inolvidable, un puteador nato que vocifera contra las autoridades máximas del box y habla a cámara siempre desde atrás de una sonrisa triste. Manipulando con habilidad material de archivo el director establece con pertinencia el arco emotivo de Maravilla, que parte al exilio desde su Quilmes natal sin tener nada y debe hacerse a sí mismo, con altanería y una fuerza que no siempre está seguro de poseer. La quiropráctica, una española que no se separa de Martínez ni para tomar aire, cuenta en una escena cómo no pudo menos que ponerse a llorar sin que él se diera cuenta en una oportunidad en la que el boxeador debió subir al ring con el codo dislocado. Maravilla aparece en todo momento como un monje, que destila castidad y vive solo para recuperar el título que los manejos políticos turbios del negocio del boxeo le arrebataron. ¿Y si la gallega rubia de alma sensible, que sufre con el padecimiento del titán semidesnudo recostado en su camilla lo ama, pero él no tiene más que amor propio y lo único que pretende, en el fondo, es que el reticente público argentino lo reconozca de una vez por todas? Podría ser. La sensación que queda es que la película también puede ser contada como un drama silencioso de amores no correspondidos.