Cabezas cortadas
¿Qué hay en las películas de Paulo Pécora? Hay paisajes, hay sueños, hay palabras, hay ruido, hay animales, hay libros con reproducciones de cuadros de pintores famosos. Entre todas esas cosas, más que nada hay cuerpos. Marea baja tiene un poco de todo eso, siempre con ese algo distintivo que –después de dos largos, un mediometraje e infinidad de cortos en varios formatos – se podría llamar el toque Pécora. Esto es, filmar a los actores moverse dentro del plano como si se tratara de verlos avanzar dentro de un sueño. Pero se debe hacer la aclaración de que los sueños preferidos del director son pesados, como si tuvieran una consistencia submarina. Los gestos son lentos –ya sea porque existe todo el tiempo del mundo o porque los personajes no esperan nada del tiempo, solo habitan en su propia conciencia, ensimismados y sombríos– y las palabras (cuando salen de la boca de los personajes) parecen fluir con una especie de rechazo de origen, una carga impuesta, una molestia: las palabras dichas son un hilo mundano, o una forma de estar socialmente contenido, y los personajes de Pécora buscan más bien alejarse, perderse, internarse en el paisaje agreste, incluso cuando flota en el aire la sospecha de que no hay lugar adonde ir. Marea baja es un intento bellamente concretado de hacer entrar el género en ese universo tan particular de sus películas. En este caso se trata del género policial. Pécora imagina (y tiene razón) de que le basta para ello filmar en principio un hombre solitario, un revolver y un fajo de billetes. El director tiene con eso todo lo que necesita, y el espectador también. En los primeros tramos de la película un hombre parece despertar apoyado contra un árbol. Después el hombre alquila una habitación a orillas del Paraná, en un ambiente selvático del Delta que recuerda al de El sueño del perro, la primera película de Pécora. La mujer encargada, al parecer también la dueña y única ocupante del lugar, cobra el dinero del alquiler y le informa que si quiere le puede conseguir un bote para cruzar al Uruguay. El hombre no dice nada. El pesimismo discreto pero categórico de Pécora vuelve obcecadamente sobre una idea: la ilusión de la huida solo existe como la rémora de una representación social, un signo sin peso alguno que los personajes insisten en llevar consigo con abandono, sin verdadera convicción ni esperanza. El hombre deambula por la selva sin motivo a la vista y regresa puntualmente a su habitación solitaria. No puede partir, no sabe hacerlo; o no quiere. Más tarde, en una escena sorprendente, la mujer se arregla frente al espejo y se dirige al cuarto del hombre con el fantasma de una sonrisa en la cara. El director toma nota de la evolución de los actores en el plano para enseguida diluir la escena en una elipisis que, justo antes del corte, se insinúa bañada por una luz melancólica. Pécora hace un policial sostenido en la espera y la incertidumbre, no solo acerca de qué va a pasar en la siguiente escena sino, sobre todo, de qué es lo que estamos viendo. Las cabezas cortadas de animales que el protagonista observa en la orilla con la marea baja constituyen un motivo visual que se agrega al conjunto imbuido de una carga ominosa. Pero la película no opera nunca mediante una sumatoria de partes que se enhebran para construir de manera sumaria el drama. Pécora decide desdeñar todo suspenso, así como rechaza también toda superstición relacionada con la idea de reservarle al espectador un lugar de privilegio para que “comprenda” la película siguiendo las pistas esperables que hacen de un exponente de género que se precie un objeto tan confortable. Marea baja, por el contrario, se balancea en el vacío, del mismo modo que sus personajes no saben a ciencia cierta dónde están parados, y si un abismo no se les abrirá bajo los pies de un momento a otro. Lo notable es que cuando ese momento llega nada nos ha preparado para ello: cuando después de un tiroteo un personaje se arrastra herido hacia la orilla del río, caemos de pronto en la cuenta de que nunca se nos hubiera ocurrido que en una película como esta un cuerpo podía morir tan delicadamente y exhibir, al mismo tiempo, una contundencia física semejante. Como esos cráneos desamparados que descansan cuando se retiran las aguas del río, hay todo el tiempo en Marea baja un intercambio sutil entre el carácter misterioso del sueño y el estatuto conmovedor de la materia, que habita los planos con el halo de una resignación dolorosa, como si se viera obligada a pagar alguna clase de tributo por su naturaleza prosaica. En esta película no hay “restos diurnos”, fragmentos de la vigilia que van a flotar al mundo de los sueños, sino criaturas que parecen haber emergido de ese mundo y ya no pueden hacer el camino de vuelta. Los planos de Marea baja parecen en realidad contener un desfile de almas perdidas.