Las aguas fluyen turbias
Una anécdota sencilla diluida en un clima de tensión y misterio delicadamente articulado: en eso consiste el segundo largometraje de Paulo Pécora (1970, Buenos Aires). “Lo único que se necesita para hacer una película es una mujer y una pistola” decía Jean-Luc Godard, y Marea baja parece tomar algo de aquella máxima, aunque aquí las mujeres y las armas son más de una, y no son utilizadas como tópicos glamorosos. En tanto, el ámbito natural en el que transcurre la acción –el Delta del Tigre– no es decorado de fondo sino espeso universo que inquieta y agobia a sus criaturas. Sobre todo al protagonista (Germán Da Silva, visto en Las acacias), que llega hasta allí escapando de otros hombres y encontrándose con dos mujeres, una de voz seductora y mirada profunda (Susana Varela), la otra más joven y franca (Mónica Lairana). ¿Son sus cómplices quienes lo persiguen? ¿Intentan apropiarse de un botín que no les pertenece? ¿O acaso hay alguna otra cuenta pendiente entre ellos? ¿Las mujeres son madre e hija, hermanas o amantes? Poco importa o, en todo caso, queda en los espectadores completar o imaginar lo que el film evita explicar. Está claro que el peso está puesto en el conocimiento a medias del otro y las sospechas entre los personajes, que los lleva a estudiarse mutuamente: lo mismo hará el espectador, tratando de descubrir lo que esconden sus sonrisas nerviosas, sus gestos precavidos, sus escasas palabras.
Pécora ya había revelado fascinación por el río y el paisaje del Delta en El sueño del perro (2007, sin dudas una de las películas argentinas más bellas de los últimos años) y en algunos de sus cortos como Chanáminí, realizado para Señal Santa Fe. En El sueño del perro, sin embargo, había una precisión en la composición y progresión de los planos fijos que Marea baja generalmente desestima, por ejemplo registrando al protagonista drogándose con planos algo dubitativos que no aportan nada relevante de orden estético o narrativo. Algo del encanto y el lirismo de su ópera prima pueden apreciarse aquí en recursos como la transición que permite que la luna ocupe, de alguna manera, el centro de la mesa en torno a la cual se encuentra sentada una pareja, como insinuando la fuerza de su influjo, o los travellings sobre el río que parecen viajes a las profundidades del sueño.
Aunque es un film parco y adusto, ocasionalmente asoman suaves pinceladas de ternura, cuando una de las mujeres se pinta los labios frente al espejo o alguien improvisa una melodía con la armónica. Algunas muertes (como la del maleante que intenta saciar su sed al caer herido al río) son expuestas de manera más noble que otras, registradas con planos más cercanos.
Hay, también, guiños cinéfilos: la lucha por la supervivencia al margen de la ley, los diálogos sucintos y la tensión sexual provienen de las fórmulas del cine negro, así como un enfrentamiento final parece un duelo propio de un western. “A veces aparecen las cabezas en el camino, sobre todo con la marea baja” dice alguien, refiriéndose a las cabezas de caballo que se acercan flotando, cada tanto, a la orilla, y la frase suena como un mal presagio, mientras de fondo –gracias a un inteligente trabajo de Germán Chiodi y María Victoria Padilla con el sonido– se oye un eco siempre amenazante hecho de rezos ininteligibles, rumor de insectos y cantos de grillos.
Como si se cruzaran Todos tenemos un plan (2012, Ana Piterbarg) con El rostro (2013, Gustavo Fontán), Marea baja combina una intriga en torno a perseguidores y perseguidos con el agreste, sinuoso mundo que rodea al río. Lejos de echar una mirada benigna sobre el lugar, insuflándolo de humo, alcohol y detalles enigmáticos (los naipes, los pequeños tesoros escondidos, las casas repletas de trastos viejos e iluminadas con velas), Pécora nos lleva a percibirlo como una turbia pesadilla, un espacio húmedo y ligeramente irreal donde la vida intenta vanamente ganarle el partido a la muerte.