Cuando las cabezas asoman en el río
En el cine de Paulo Pécora hay un mundo que se construye, que se indaga, film tras film. Se sitúa en un borde difuso que orilla en el sueño, también en el delirio. Hay un pasado del que en vano se intenta escapar, de donde alguien quiere salirse o dejar bien atrás. Por eso se huye o se corre en aras de algo que sería, tal vez, un umbral redentor. Por este camino de senderos tortuosos transcurre El sueño del perro (2008), también lo hace Marea baja.
El escenario es el delta del Paraná, hay mucha naturaleza, estado casi salvaje, y horizontes que se pierden en un más allá que parece lejos. De todos modos, la lejanía es ilusoria, tanto como la droga o el alcohol que anestesian. A este mundo sonámbulo llega Pascual (Germán de Silva), oculto de algo no muy claro, también alerta a lo que le rodea. Algo está escondido entre señas ocultas y mensajes cifrados, quizás promesas de un botín que alguien hubo de enterrar por allí.
Mientras Pascual busca, la mujer que le hospeda (Susana Varela) hace lo propio. Le cocina, le limpia, le curiosea. Un hilo de historia personal corre entre los dos, hasta que arriba quien también guarda intimidad con la dueña de casa (Mónica Lairana). Un triángulo que complejiza, que agudiza una sensación de agobio que invariablemente habrá de replicar entre sus integrantes. Si Pascual es en quien la historia hace eco -entre su huida y su búsqueda-, en ellas también aparecen sensaciones similares, con el nexo puesto en los secretos que cada uno guarda.
El primer tramo de Marea baja es lo mejor del film porque se ocupa por encontrar un clima en donde abrumar al espectador. El montaje sonoro es vívido, bien cierto, casi insoportable. Con mucha muerte, mucha vida rondando: las hormigas devoran, las avispas están prestas al ataque, cabezas de animales muertos flotan. Es el equilibrio indudable, del que no hay forma de salirse, sólo desde la ilusión del juego de cartas, un tarot insuficiente.
Cuando la muerte llegue, lo hace como debe: matando. La recompensa puede ser encontrada, pero del destino demarcado no hay fuga. Y esto es así para todos los personajes que habitan el entorno que Pécora propone. Se puede ingresar, luego de atravesar una vegetación tupida, un río de agua marrón, pero el camino inverso no aparece de manera clara. Cada machetazo sobre la selva no es más que un cosquilleo sonoro que queda engullido, tanto como los disparos de armas de fuego.
De esta manera, si los personajes no pueden salir de allí, tampoco lo hará el espectador, obligado a sentir esa maraña de angustia que no cesa, teñida de errores imposibles de saldar, así como de decisiones con las que ya no tiene sentido penar.