Postales de un turista de la miseria.
Ai Weiwei, refugiado clase A, viaja por el mundo para dar testimonio de las penurias de los refugiados clase C. No está muy claro si el más célebre disidente chino de este siglo, arrestado sin causa durante años en su país y exilado más tarde en las doradas París y Berlín lo es justamente por ese motivo o por sus creaciones artísticas o arquitectónicas. O quizás cinematográficas, ya que Weiwei, que es por formación artista plástico (y parte de cuya obra podrá ser apreciada, o no, desde este sábado en la Fundación Proa), también viene incursionando abundantemente en el campo documental, con una docena ya de films a lo largo de la última década. Costosa producción internacional lujosamente fotografiada en veintitrés países a lo largo de dos años (las cifras instan a evaluarla en los términos de una superproducción hollywoodense), la extensa Marea humana muestra a Weiwei como posible turista de la miseria.
Frecuentemente acompañado de su hijo (“vení, pibe, vamos a visitar refugiados”), el artista pequinés viaja de Medio Oriente a Myanmar, de allí a Gaza y Cisjordania, Turquía, Grecia y los países de desembarco europeo, hasta atravesar el Atlántico para registrar las penurias de los wetbacks mejicanos, intentando penetrar la frontera estadounidense. La intención es dar cuenta del fenómeno contemporáneo de los migrantes forzados, que un cartel inicial fija en 65 millones de personas, la cifra más alta desde el fin de la barbárica Segunda Guerra Mundial. La pregunta es: ¿puede una película de cine, por extensa que sea, ponerse a la altura de semejante fenómeno? ¿No sería más apta una miniserie? La respuesta, por si hacía falta, la da la propia película. Parece extensa (dura 2 horas 20), es corta para “meter” tanto cuerpo adentro, se hace larga porque la cámara no tiene tiempo suficiente de compartir experiencias con los personajes (que no llegan a ser tales) y entonces el espectador se siente como un turista japonés en Europa.
Un plano inicial inadecuadamente “hermoso” (una toma cenital de alta mar, con el sol reflejándose sobre el agua y una gaviota como una mancha allá abajo) es como un fallido del film turístico (sobre refugiados) que al artista visual se le escapa sin querer. Weiwei se hace filmar charlando distendidamente con migrantes forzados de distintos orígenes, jugando a intercambiar pasaportes con un hombre sirio de gran sentido del humor, regateando con un vendedor ambulante o recogiendo salvavidas junto a su hijo. La verdad es que no se entiende a qué viene todo eso, que lo único que aporta es algún “descanso” a la narración, en tanto Weiwei renuncia a entrevistar a sus personajes, cosa que perfectamente podría haber hecho. ¿Y necesita acaso la narración algún descanso? Lo que necesita, y ésta no está en condiciones de darle por su propio planteo de base, es verdad humana transmitida por sus protagonistas, para permitir al espectador imaginar por un momento qué significa la experiencia de la migración forzada. Con lo que éste se encuentra es en cambio un niño, un hombre, una anciana, que no se acuerda bien si son una rohingya de Myanmar (no confundir con los rollingas de Floresta) que viaja a Italia, un sirio depositado en Irak o un palestino rumbo a Alemania. O quizá todo lo contrario.