¿Cómo filmar un cuerpo sin voz? O mejor dicho, ¿cómo filmar el gradual aumento de volumen de una voz hasta no hace mucho tiempo apagada? A la primera pregunta, las realizadoras Adriana Yurcovich y Mariana Turkieh lo resuelven de forma fácil y efectiva: a través de la voz de otros. Entre vecinos de Lafererre se nos presenta a Mari: una empleada doméstica que como tantas otras viaja regularmente del conurbano a Capital, de la periferia al centro, para limpiar casas de terceros; entre ellos la de la propia Yurcovich. Pero la historia de Mari, María Luisa, es también la de una herida larguísima que atraviesa a su madre y eclosiona en la realidad de miles de mujeres víctimas de violencia de género. La gente del barrio que la conocía coincide en el mismo argumento: uno nunca sabe qué pasa del otro lado de la puerta, uno puede mostrarse amable y adentro “ser un monstruo”. El rol de monstruo en este caso le corresponde a Oscar. Marido y golpeador. Posesivo y celoso. Una figura semi invisible para el documental, a la que nunca le vemos el rostro pero de quien, por declaraciones de ella misma, conocemos sus crueles conductas durante la relación marital. Desde tener que pedirle permiso para salir del hogar hasta reprimirse en lo que podía o no podía decir. Para la mente de su esposo, retrasarse de sus actividades diarias era sinónimo de engaño, de que estaba con otro; y desde ese control psicológico hasta el ejercicio de violencia física no existían puntos medios.
Ahora bien, es la segunda pregunta -la de la consolidación de la voz- la que le interesa en verdad responder al documental. Es desde ahí, desde el inicio ascendente de la curva, desde el instante en que la protagonista decide abandonar ese averno para mudarse a una pequeña habitación en la casa de su empleadora donde se desprende el primero de tantos otros gestos empoderantes que irán transformando su vida hasta convertirla en lo que es y debe ser: una mujer libre con amigas, vida social y elecciones propias. Luego de deshacerse de su marido, en un turbulento proceso de hostigamiento telefónico, amenazas diarias y la separación forzosa para con el resto de sus familiares (entre ellos sus nietos, quienes viven bajo el mismo techo que su ex pareja) Mari da el siguiente paso: terminar el colegio primario. Una deuda que tenía pendiente y que se vincula de forma directa con su infancia en el campo. A los 11, 12 años, abandona la escuela y se pone a trabajar. Y esa crianza en el interior de Santiago del Estero contada a partir de fotografías de su niñez ya revela cómo se perpetúan ciertas lógicas patriarcales. Un padre que le pegaba a sus hijos con un rebenque cuando se negaban a cumplir tareas y una madre tan cariñosa como de pocas palabras para intervenir, no nos habla de otra cosa que de la normalización de una cultura de la violencia. La idea del sacrificio, del prescindir del deseo individual, de aceptar lo que uno tiene sin cuestionamiento alguno, es algo que mamó de chica, experimentó de grande y terminó reforzando a través de los preceptos de la iglesia evangélica a la que aún asiste.
De una simpleza cabal, el documental va captando el giro de 180° que da la realidad de Mari una vez desvinculada de esa espiral negativa entre conversaciones en el living de la directora y los nuevos espacios a los que empieza a concurrir: el acto de graduación, las salidas con amigas, su primera participación en una marcha de mujeres. Su transformación es el camino del cautiverio a la luz. Deja de ser el apéndice de otro y ahora es ella quien toma las elecciones. Partiendo de esta idea, una osadía interesante hubiese sido que en determinado momento sea la protagonista quien tome la cámara de modo que a la voz se le sume también la revelación de una mirada. Sucede que a veces se respira una falsa espontaneidad en las escenas que comparte junto a la realizadora. Sin desmerecer el gesto sororo de Yurcovich / Turkieh al acompañarla en el lento reencuentro consigo misma, la distancia entre la retratada y documentalistas (al mismo tiempo su empleadora) no termina de quedar del todo saldada; lo que pone en duda, tal vez sin querer, cuánto hay de empatía verdadera y cuánto de material para capturar. Así y todo, instantes como la carcajada imparable de Mari al contar los “temas tabú” que charla con sus amigas se vuelve uno de los minutos más genuinos y liberadores de toda la película. Una risa que queda resonando como un epítome luminoso de su odisea hacia el empoderamiento.