La soprano que daba la nota
Esta diva total de la ópera, que también se convirtió en estrella mediática, tenía plena conciencia de estar siempre subida a un escenario.
“El destino es el destino y no hay forma de derrotarlo”, afirma la Callas, griega al fin, en una entrevista televisiva. De la narración de María Callas: en sus propias palabras se desprende que esa es una de las formas de ver a la que está considerada la soprano más grande del siglo XX: como la agonista de una tragedia griega, manipulada por su madre de pequeña, abandonada por el amor de su vida, con problemas vocales antes de los 40, retirándose de los escenarios a los 41 y falleciendo a los 53, por causas borrosas. Otra forma de verla es, claro, como la soprano de registro doble (podía hacer partes de mezzo), como la mejor actriz que pisó un escenario de ópera, como la que superó las barreras del ambiente de los melómanos y llegó a las revistas de actualidad, como la que terminó un aria con un agudo tan inaudito que ese agudo recibió nombre propio, “el mi bemol de México”. Tal vez sea esa la disyunción entre “Maria” y “La Callas” que tanto la obsesionaba: la que divide a la niña a la que su madre obligaba a ensayar todo el día del fenómeno creado por la mamá.
En cualquier caso las interpretaciones no cuentan, ya que María Callas: en sus propias palabras hace honor a su nombre y no narra nada que no esté contado por la mujer nacida Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos en Brooklyn. El realizador Tom Volf se dedicó durante cuatro años a recopilar toda clase de materiales que hubieran pertenecido o mostraran a la soprano favorita de Luchino Visconti: entrevistas televisivas extraviadas, grabaciones perdidas, filmaciones caseras en Super-8 y 16 mm, cartas personales, presentaciones filmadas en forma pirata. En sus propias palabras sigue una línea continua (la que va de la Quinta Avenida en diciembre 1923 a París, septiembre 1977) por medios discontinuos, que son todos los nombrados. Entre esos medios, arias enteras, en distintos teatros del mundo.
Se diría que a la Callas le gustaban los hombres mayores y de buenos bolsillos. El primer marido, Giovanni Battista Meneghini, era un rico industrial italiano que le llevaba 30 años. Recién sobre el final del matrimonio la divina se entera de que al hombre lo único que le importaba era la plata. Se separa de él y se casa con Onassis, casi 20 años y 70 buques más que ella. Pero a “Aristos” lo quiso con locura. Hasta el punto de aceptarlo cuando su matrimonio con Jacqueline Bouvier se había ido al cuerno. Y eso que el hombre la había traicionado mal. El canto es lo único que “la tigresa” tiene. Cuando pierde la voz, pierde todo. En una entrevista “tira el anzuelo” a algún posible productor, propalando que le gustaría hacer de Lady Macbeth en teatro, e incluso papeles cómicos. La Medea que filma con Pasolini en Turquía no le abre una carrera de actriz.
En entrevistas, Callas se permite decir lo que no suele decirse (“la ópera puede ser muy estúpida”, “me gusta ir a espectáculos livianos, divertidos; descansar de esas tragedias que nos tienen tan cansados”), exhibiendo una notable agudeza (“probablemente el público haya aplaudido lo que estaba esperando escuchar”) e incluso sabiduría lisa y llana (“¿a qué escena se refiere, a la de la vida o la del teatro?”). Esta diva con tanta conciencia de estar subida a un escenario jamás dejó de actuar ante cámaras: su sonrisa es imborrable; su mirada, insinuante; sus declaraciones posiblemente ensayadas. Es tan consciente de ser una construcción de los medios que incluso cuando no quiere hacer declaraciones, y los movileros la apuran y empujan, se sigue comportando con la misma calma. Pero no sólo maneja a la cámara sino que la cámara la maneja a ella, como a un títere. Esto es más visible sobre el final, cuando a la diva no le queda nada por hacer, posando sin mucho sentido frente a cámara como podía hacerlo otra diva, Isabel Sarli, cuando su marido la filmaba con la palabra “frotate” como único mandamiento.