Como algo más que un homenaje al centenario de su nacimiento, María Luisa Bemberg: El eco de mi voz rescata no solo la condición pionera de la directora en su tiempo sino también el vigor de su legado. Alejandro Maci, colaborador cercano y continuador de su trabajo en la adaptación de El impostor –película que Maci estrenó finalmente en 1997, dos años después de la muerte de Bemberg-, recoge no solo el material de archivo de entrevistas públicas y fragmentos de películas, sino retazos de conversaciones privadas que iluminan su carácter e intransigencia. Se la puede ver a Bemberg agitando su rebeldía en el abrazo a la etiqueta del feminismo cuando todavía era mala palabra, pisando fuerte en un territorio antes reservado a los varones, y haciendo política desde sus imágenes, sin las metáforas del cine de los 80 y con sus historias siempre en carne viva.
La tarea de Maci podía haber quedado reducida al rol del curador de una obra, al de quien resguarda la voz y obra del artista admirado, al que conserva la figura intacta, sin matices ni roces. Pese a la forma convencional del documental, la película se atreve a más: María Luisa se despliega en múltiples voces que discuten entre sí, que evidencian su aprendizaje, sus desacuerdos con productores, algunos asombros de señora bien que no había erradicado del todo su crianza. El valor está entonces en la renuncia a la progresión lineal del personaje y en la asunción de un contrapunto que Bemberg abrazó en vida: del corazón del malestar en la pareja de Momentos (1981) a la separación de Señora de nadie (1982), para luego volver a la historia de amor en Camilia (1984). Idas y vueltas nunca como avances y retrocesos sino como construcciones dinámicas de su pensamiento.
La conciencia de llegar tarde, al debutar en la dirección a los 58 años, hizo de Bemberg una directora voraz pero nunca apresurada. Parece que quería filmarlo todo: que la historia de Camila le parecía escandalosa, que tuvo reparos en la elección de Susú Pecoraro e incluso hizo una prueba a una actriz extranjera –Lita Stantic celebra esa concesión final-, que quería filmar Yo, la peor de todas en locaciones, que sintió el éxito internacional tan peligrosamente tentador. Pero Maci no quiere asentar su película en anécdotas aisladas, en el mero recuerdo personal, ni condenarla a una exégesis profesional, a una colección de citas de especialistas. Elige un camino previsible pero honesto, que obtiene la coherencia de la autora sin negarle sus tensiones internas. En cada película asoma la transgresión de sus personajes pero también su persistente intento de supervivencia, su lucha por un mundo al que nunca termina de renunciar.
Esquiva tanto a la estricta cinefilia del autodidacta como a la evidente disciplina del profesional, Bemberg se despliega en las alternancias de su mirada: de las instituciones (la Iglesia, el Estado, la familia, el matrimonio) a la vida íntima (la pasión en Camila, los recuerdos en Miss Mary, de 1986), del pensamiento en Yo, la peor de todas (1990) a las fantasías en De eso no se habla (1993), del uso naturalista de los exteriores –las playas marplatenses de Momentos, el cambio de barrio en Señora de nadie- al artificio pictórico (el convento goyesco de Yo, la peor de todas, el pueblo felliniano de De eso no se habla). Maci profundiza en esos aspectos no desde el discurso sino desde la propia materia con la que cuenta: no relata su atrevimiento sino que lo muestra, no rememora hallazgos arcaicos, los trae al presente.
María Luisa Bemberg: El eco de mi voz lleva en el título su vocación, no se esconde en la distancia ni en la pretensión de hacer algo más con el género que apropiárselo con honestidad y solvencia. El documental no pretende encumbrarse en una versión definitiva de María Luisa Bemberg sino capturarla en movimiento, en sus conversaciones cotidianas, en sus actos públicos, en sus decisiones en rodajes, en su definitiva convicción de elegir al cine.