Mirar lo que vemos
María (Florencia Salas) es una chica de 13 años que vive con su abuela y la pareja de esta en un barrio de emergencia en una zona de Buenos Aires que es el epítome de las diferencias sociales más tajantes (Puerto Madero se convierte así en otro protagonista). Es una alumna ejemplar, merecedora de una beca en un colegio religioso para continuar sus estudios secundarios, y por las tardes vende guías en el subte. Allí la conoce al Araña (Diego Vegezzi), un joven de 17 años que vive en una habitación compartida en una pensión y que “trabaja” -vestido con el disfraz de ese superhéroe-, haciendo malabares.
María Victoria Menis (El cielito, La cámara oscura) ahonda nuevamente en esos mundos marginados y en esos personajes que deambulan por la vida tratando de sobrevivir negados por una sociedad que ni se detiene a observarlos. La puesta en escena, inteligentemente, se detiene en mostrar a esos actores sociales (que somos nosotros: los espectadores) que ni levantan la vista de lo que están leyendo cuando el Otro se les acerca, que se lo llevan por delante, que lo ignoran.
La película, a través de un guión sutil y fluido que prefiere confiar en lo visual y en los silencios antes que en los diálogos (entendiendo que esos personajes son de una parquedad orgánica cuasi ontológica) narra el nacimiento de un romance adolescente en un universo que hace lo imposible para demostrar que nada de lo bueno puede permanecer. La criminalidad del abuso y el prohibido trabajo infantil como moneda corriente se contraponen a las sonrisas que se dibujan en cada encuentro de los protagonistas (ambos de destacada actuación) y en la tristeza y la desazón cuando algo lo impide.
Hay una evidente decisión de pintar el otro lado de ese mundo. El que, en general, no se muestra ni se cuenta porque vende más el horror y el morbo, porque es más fácil la lástima bienpensante de la clase media fascista que la aceptación de las culpas propias en la construcción de esos Otros, nuestros prójimos próximos. Es una decisión política mostrar lo que también es parte constitutiva de cualquier vida sin cargar las tintas en “el mal” ni construir una positividad hueca y falaz: la murga que trae la alegría, la solidaridad inter pares, el valor de la educación, la apuesta por el arte, la esperanza a pesar de todo y contra todo.
María y el Araña nos enseña a mirar sin bajar línea, ni hacer pedagogía con los aires de maestra ciruela tan propios de cierta clase social que se cree dueña de la verdad, ni solemnizar los discursos, ni olvidar que cine es entretenimiento pero también la posibilidad de contar lo importante a (re)pensar.