No hay emoción, ni hondura, ni convicción en ninguna escena de esta historia de una mujer -Juana Viale- conmocionada por la pérdida de un embarazo incipiente. El film abre con Mariel junto a su pareja -Diego Gentile-, visitando un departamento que sueñan con comprar. Ella está embarazada, y todo parece feliz (mejor dicho: los personajes se dicen todo el tiempo cosas como qué felices somos mi amor). Una ecografía revela que el embrión frenó su desarrollo y el médico le anuncia que se desprenderá solo, de su cuerpo, en los próximos días, durante los cuales ella estará triste, deprimida, irritable con subalternos, ausente en el trabajo. Cuesta entender qué quiso hacer el director Pelosi con este asunto, porque en ese catálogo de escenas de mujer triste dedicado a la helada Viale, se incluyen planos desnuda en vapores de la ducha, primeros planos de embriones sanguinolientos con forma de bebé, que ella googlea y nosotros con ella, una escena de puesta indescriptible en el inodoro bajo el efecto del misoprostol, porque el desprendimiento anunciado no llega. Los débiles trabajos de la pareja protagonista no ayudan a dar credibilidad a este drama ginecológico. Pero tampoco pueden hacerlo los más sólidos y naturales actores de papeles secundarios, con líneas de diálogo banales, literales, pero adornadas con vocabulario fino -le dicen velada a una salida, luminaria a la luz-. Hacia el desenlace, Mariel anuncia que jamás tendrá hijos pero hay una toma de un bebé que lleva el nombre que ella soñaba para el suyo. Una película que castiga a la protagonista por su pérdida. Y de paso, a nosotros.