Basada en un caso real, Marilyn (2018) aporta una mirada sensible (y al mismo tiempo ríspida) sobre las vivencias de un adolescente que explora su sexualidad más allá de la heteronorma.
Marcos vive en el campo junto a sus padres (Germán da Silva y Catalina Saavedra) y a su hermano. Allí, la familia entera oficia como casera de un patrón al que cada vez le preocupa más la presencia de los cuatreros. En medio de ese entorno amenazante, Marcos, en secreto, se pone la ropa de su madre y mira en el espejo a aquella persona que en verdad es. O, al menos, una que se ajusta más a sus deseos, por fuera de toda marcación heteronormativa.
Tras la muerte de su padre (el único adulto en su entorno que le prodigaba un poco de afecto), Marcos no cederá ante sus deseos. Más bien lo contrario; profundizará en ellos y, entonces, recibirá el hostigamiento tanto de su familia como de casi todo el afuera. Esa negación a no aceptarlo como es (y a maltratarlo, tanto física como psicológicamente) adquiere rostro en la propia madre, que aunque lo deje hacer tareas culturalmente señaladas como “femeninas” se niega a acompañar a su hijo en su etapa de exploración. Su hermano, aún celoso por el trato preferencial del padre, tampoco lo ayudará en nada. Quizás sea su amiga la mejor confidente que Marcos encuentra, aunque ella también –como veremos en una secuencia- será rebajada por un grupo de jóvenes que operan como policías de la “heterosexualidad obligatoria”. Paradoja mediante, es uno de ellos uno de sus sujetos de deseo de Marilyn.
Ópera prima de Martín Rodríguez Redondo, Marilyn no se aparta ni un fotograma del realismo seco que profesa desde el comienzo. La cámara, pegada a su protagonista (gran debut de Walter Rodríguez), es testigo de sus momentos de soledad y de sosiego, en los que logra una intimidad fértil para explorarse o para, al menos, imaginar que lejos de ese campo opresivo hay un “más allá”. Ese momento llega con fuerza en el carnaval, verdadero espacio de subversión y liberación en el que Marcos/Marilyn baila. En ese baile se cifra su identidad en potencia. Pero que, al fin de cuentas, no deja de ser una libertad restringida; no sólo la danza parece estar aprobada por la comunidad, sino también el antifaz (el goce, para Marilyn; el disfraz habilitante, para los otros).
El realizador prescinde de música para ambientar el derrotero de su criatura; en cambio, potencia el sonido ambiente. Su puesta adscribe a un realismo de tipo naturalista, que encuentra en el campo un espacio ideal. Ya lo supo interpretar así Julia Solomonoff en la estupenda El último verano de la boyita. En este relato, lo rural también encarna la fuerza de liberación que conduce a Marcos hacia Marilyn, en un derrotero que la pone de frente a la felicidad, pero que también la empuja a la tragedia.