Marilyn

Crítica de Marcelo Cafferata - El Espectador Avezado

El complejo camino de la búsqueda de una identidad sexual ha sido abordado en múltiples ocasiones en el cine. Pero claramente “MARILYN” no es una más de la lista.
Así como Dolan rompió algunos esquemas con “Laurence Anyways” y su protagonista travestido, la ópera prima de Martín Rodríguez Redondo encuentra también algunos puntos de contacto con “Tomboy” de Céline Sciamma y la formidable “Ma vie en rosa” de Alain Berliner, asumiendo enteramente el riesgo de abordar una temática muy poco frecuentada en el cine nacional, logrando aportar una nueva mirada.
El trabajo es aún más complejo, más osado y más valiente, y ese riesgo se multiplica cuando Rodríguez Redondo logra mezclar en partes iguales, elementos de una historia “coming of age”, una película enmarcada dentro del cine LGBTIQ y un relato basado en hechos reales.
Conviene ser espectador de “MARILYN” teniendo la menor cantidad de información posible sobre los sucesos ocurridos, y disfrutar de cómo Rodríguez Redondo va estructurando el relato de forma tal de sumergirnos en la historia de Marcos, develando capa sobre capa y construyendo la complejidad de su personaje al ir enhebrando pequeños momentos y situaciones familiares que van actuando por acumulación. Marcos es un adolescente que vive junto con sus padres y su hermano mayor en una estancia de la Provincia de Buenos Aires.
Mientras el padre y el hermano se dedican a las tareas más pesadas en el campo, Marcos suele pasar la mayor parte de su tiempo acompañando a su madre, participando ya sea activamente o en silencio, dentro de ese universo donde comparten ciertas tareas hogareñas y pasan juntos todas las tardes.
La ayuda con un dobladillo, ocasionalmente intervienen las amigas de su madre, eligen bijouterie o le ayuda a preparar alguna comida. De a poco y muy lentamente algunas escenas nos permiten ir descubriendo el lugar que ocupa Marcos dentro de la estructura familiar.
Con cierto fetiche sobre los elementos con los que se conecta y lo vemos jugar frente a la cámara (un vestido, telas, una cadenita con piedras de colores, maquillaje) seremos testigos del proceso por el que Marcos está atravesando en este ambiente familiar que le es completamente hostil y en el cual obviamente, no tendrá la posibilidad de expresarse abiertamente.
Un hecho puntual sacude a la familia y rompe con ese delicado equilibrio que venía sosteniendo precariamente algunas situaciones. Ante la repentina ausencia del padre, la estructura familiar se reacomoda y el lugar de Marcos dentro de esa constelación, cambiará rotundamente.
Su gran oportunidad llegará junto con el carnaval: un tiempo en donde el pueblo se viste de fiesta y todo parece ser alegría. Detrás de un antifaz, Marcos comenzará a coquetear con concretar la idea de ser otro/a e ir mostrándose al mundo –incluso a su propio mundo-, tal como se siente, su verdadera identidad.
En una bellísima escena donde la cámara de Rodríguez Redondo capta con una profunda intensidad todo ese mundo interior de Marcos que se despliega frente a nosotros (imposible no recordar la chilena “Gloria” con el momento de liberación de la protagonista), seremos testigos de un momento crucial, de un paso adelante y de un giro en su historia, pero que obviamente, tendrá sus consecuencias.
El precio que deberá pagar será la condena social y en particular, la de un grupo de jóvenes del pueblo con los que Marcos/Marilyn coquetea, desencadenando una ráfaga de violencia, un momento decisivo para ese proceso que Marcos está transitando.
La opresión y la discriminación no sólo será la de jóvenes del pueblo sino fundamentalmente la que encuentre en su propio entorno familiar, con un clima cada vez más enrarecido y perturbador en el que Marcos se siente fragmentado frente a una madre que lo ha tratado como la hija mujer que nunca tuvo pero que no termina de aceptarlo tal como es.
Sumado a esto, el aire endogámico que se respira en la casa, que el director sabe retratar tan efectivamente sin ningún tipo de subrayados ni refuerzos mediante diálogos, sino que por el contrario construye a base de climas, miradas y pequeñas señales, conlleva a que la situación sea cada vez más asfixiante, aun cuando Marcos acepte cada vez más pasivamente ese padecimiento familiar.
Encontrará refugio tanto en su mejor amiga y confidente como en el vínculo amoroso que entabla con el chico que atiende la despensa del pueblo, situación en la que también se marca una diferencia de clases pero por sobre todo, la aceptación que asume cada una de las familias sobre una elección diferente. Indudablemente, uno de los grandes aciertos del director es la conducción de sus actores.
A un brillante y exacto trabajo de Germán De Silva (una vez más demostrando ser, desde “Las Acacias” en adelante, uno de los grandes actores del momento sacando provecho de sus grandes papeles secundarios) se suma la composición de Catalina Saavedra (la actriz chilena que conocimos con “La Nana” y su participación en “Neruda”) de gestualidad tan medida como potente y certera.
Pero la mirada del espectador no puede despegarse del Marcos que compone Walter Rodríguez en el que es su trabajo debut en el cine, lo que llama doblemente la atención. En un más que acertado trabajo de casting, Rodríguez no sólo le pone el cuerpo a Marcos/Marilyn sino que logra captar por completo el alma del personaje y apoderarse de él desde las primeras escenas.
Al estar basada en hechos reales, cualquiera podría acercarse a “MARILYN” con la información de lo que ha sucedido que puede encontrarse en cualquier portal y entender el porqué de haberla llevado a la pantalla grande.
Pero el final que depara la historia, la forma y el timing con el que está filmado es tan impactante, tan arrasador, que vale la pena aventurarse a la experiencia de la forma más vacía posible para maravillarse del crescendo dramático que Rodríguez Redondo le pone a la historia, para quedarse absolutamente shockeado y conmovido con la que indudablemente se presenta como una de las opera prima más logradas y sutiles del año.