Que todo el año sea carnaval
Inspirado en un hecho policial y real que por motivos obvios no revelaremos aquí, la opera prima de Martín Rodríguez Redondo se aparta de los cánones del cine LGTB, aunque su protagonista Marcos (Walter Rodríguez) intenta bajo todo tipo de humillaciones y violencia tanto verbal como física que respeten su identidad y además su afinidad sexual por los hombres.
Todo transcurre en el clima conservador de un pueblo rural de la provincia de Buenos Aires, con una familia que rechaza y castiga a Marcos, quien junto a su hermano y madre recientemente viuda debe hacerse cargo del cuidado de un rancho al que le roban y matan vacas que no son de su propiedad. Vivir en rancho ajeno es uno de los legados que su padre (Germán Da Silva) dejó a los hijos pero también al no estar presente su ausencia implica la rápida advertencia por parte del dueño de que Marcos y su familia deben dejar el lugar.
Ante la hostilidad, el rechazo de su madre y el constante acecho de un grupo de jóvenes homofóbicos, la única salida para Marcos se encuentra en disfrazarse de Marilyn y ganarse las miradas en el carnaval. A veces, en la noche de una barra tomando un trago, pero durante el día la presión por convertirse en hombre y hacerse cargo de actividades rurales dista con sus inquietudes de estudiar computación.
La palabra “maricón” resulta tan hiriente como la discriminación que llega cuando se busca ante la adversidad dar un paso más en esa libertad y es en el cuerpo y en el rostro entristecido donde el maquillaje no alcanza a tapar la intolerancia de la sociedad y la incomprensión de la familia.
La virtud del film recientemente premiado en tres oportunidades en San Sebastián reside en su universalidad y no es casual que tenga la co producción de Chile, país ganador del último Oscar a película extranjera por un film que habla de las mismas trabas sociales, reconoce los mismos prejuicios y defiende por sobre todas las cosas el derecho a sentirse distinto.