Marmaduke

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Llamen urgente a la perrera.

Parece que nos invaden los perros. Hay perros que ladran y muerden. Hay perros que esperan, que aguantan,que aman, que añoran; por todos lados, perros. Se multiplican en el cine como los superhéroes o ciertas figuras legendarias de la literatura de aventuras. Los defienden Oscar Wilde, Nietzsche, D.H. Lawrence. Fernando Vallejo le da a su perra besos de amor interminables y después le lava los dientes. Allá ellos. Baruch Spinoza, en cambio, no los defendía ni justificaba en absoluto. Pero no tenía que escribir sobre películas. A mí, que no me conmueven ni medio las mascotas, que no me importan nada, en suma, me toca comentar andazas de perros en la pantalla grande. Qué vida de perros. En la Argentina no tenemos Marmaduke con las voces de actores norteamericanos originales sino que los ventrílocuos son otros, mucho menos célebres, con voces anónimas que salen de las bocas dentadas de los cánidos. Los perros hablan hasta por los codos, acá. Marmaduke se llama el Gran Danés que le da su nombre a la película. Un poco tosco, un poco palurdo, un poco provinciano. Habla con complicidad a cámara en un pasable castellano y desliza incluso algunas frases metadiscursivas. Dice, por ejemplo, canchero: “Y ahora: fundido a negro”. O le presenta al espectador los integrantes de la familia de humanos con la que vive, que no se enteran de que están siendo presentados. Después, como al hombre de la casa le ofrecieron un trabajo nuevo, mira por televisión Orange County al lado del gato para interiorizarse acerca del lugar al que la familia está a punto de mudarse con mascotas y todo y lo comenta. Pero guarda, que el lenguaje perruno (en verdad una especie de esperanto, porque les permite entenderse a todas las razas de perros entre sí, y además incluye a los gatos) no se compone de ladridos que el artilugio del cine traduce para beneficio de su fábula. Ladrido y habla están perfectamente bien diferenciados en el mundo según Marmaduke. Y el primero no se sabe bien para qué lo usan estos canes endemoniados de la película. Lo raro es que cuando están con algún humano y hablan a cámara (sólo oyen el espectador u otros animales, como quedó dicho) a nadie le llama la atención que estén moviendo la boca como locos sin emitir sonido alguno. Al principio nomás, la película sugiere una pista de lectura posible con la descripción codificada que se hace del ambiente de la escuela preparatoria, que incluye a sus matones deportistas y sus chicos tímidos a punto de ser golpeados junto a la fila de lockers. El perro se compara con el humano, debemos entender. El perro debe sobrevivir a un ambiente hostil en el que es mirado como pajuerano. Enseguida, la película sube la apuesta, y a las dificultades del animal se le agregan en paralelo las del atribulado padre de familia, que debe lidiar con su nuevo empleo y descuida por ello a su mujer y a sus hijos. Marmaduke, la película, no se ahorra la torpeza absoluta en el diseño de personajes y situaciones, ni tampoco la mala conciencia que hace que, al final, toda diferencia quede abolida cuando los perros chetos, de pedigree, conviven en una horrible danza de movimientos robóticos con sus colegas cabecitas negras (los “corrientes”, dice la deficiente traducción). Marmaduke es Gran Danés, pero el nuevo jefe de su dueño le ha mirado los dientes y ha dictaminado que no es del todo puro. Por lo que a nuestro perro le toca ser el artífice último de ese paisaje falsamente integrado del final: es él quien opera a modo de nexo entre dos mundos que hasta ayer no pensaban reconciliarse. Con su puerilidad y su absoluta falta de ingenio y gracia para la comicidad (cuya idea parece reducirse a flatulencias caninas y a tropiezos y caídas humanos varios) la película no termina de ser cine pero tampoco se sabe con exactitud qué es. ¿Se trata de un espectáculo concebido para niños muy pequeños? Esperemos que no, pero me declaro incompetente para dilucidarlo.