Segmentos de música desconsolada.
Un nuevo año y una nueva película de Clint Eastwood. Ya se ha vuelto una costumbre. Como el cambio de las estaciones o como el calor, últimamente la regularidad del veterano director es implacable. Otro año que acaba de pasar; un año más para todos nosotros, que envejecemos, como es ley, igual que el mundo y sus cosas. Menos las películas de Eastwood, que parecen volverse más jóvenes y libres cada vez. Como si, en un movimiento prodigioso, el hombre remontara la flecha del tiempo y alcanzara a rozar el aura azulada de un estado casi beatífico en el que el cine adquiere el contorno de una invocación que no termina de completarse. De un balbuceo. No sabemos nada, podría decir el director. Sus ojos también son los de un niño con gorra arrancado de unas páginas no escritas de Dickens que espera una palabra de su hermano muerto. ¿Cómo es allá? Genial. Pero no es posible obtener mucha más información que ésa. La señal se pierde y ya no se puede retomar. Hasta las comunicaciones celestes tienen fallas. El médium que acepta con resignación hacer la “lectura” no tiene respuestas concluyentes pero puede inventar algo, ya que se compadeció de ver al chico esperándolo en el frío invernal puede hacer algo más por él, lo mínimo como para que no se vaya a su casa con el corazón helado de dolor. Eastwood hace que el misterio sobrenatural que toca a los protagonistas siempre esté en un más allá del sentido, una zona venturosamente resguardada de la que no es posible obtener lecciones de vida ni prescripciones de ninguna clase. Si la vida no terrenal es una maravilla, eso no constituye ningún desahogo para los que permanecemos de este lado. Los que nos quedamos un poco más solos. La mujer que experimentó el trance de estar entre la vida y la muerte –con lo que la palabra “trance” se vuelve también la descripción de un estado de éxtasis de índole mística –pierde el prestigio del que gozaba entre sus colegas periodistas, su figura se adelgaza hasta desaparecer de forma literal de la consideración pública. Por su parte el médium, como en la literatura beatnik, no siente que tenga un don sino una carga pesada de por vida sobre sus hombros: una maldición. Lo que está más allá, sea lo que fuere, sólo les sirve a los muertos.
El asombro que produce la última película de Clint Eastwood proviene en parte del modo en el que algunas de sus imágenes comienzan en lo figurativo para dirigirse hacia una chatarrería abstracta. El materialismo del director se expresa en el realismo extremo con que se muestra la acción devastadora de un tsunami: sin el menor comentario musical, el agua arrastra a la periodista rodeada de objetos de toda clase, restos de embarcaciones, postes de luz, cables eléctricos que se desprenden y largan chispas, chapas, carteles, automóviles, cuerpos exánimes, cuerpos que se tuercen de desesperación. Hasta que la mujer, golpeada en la cabeza por un objeto, se hunde inconsciente y la cámara la sigue hasta descender sobre uno de sus ojos abiertos, en una especie de trip demencial. El “más allá” (presumiblemente, ella ha muerto durante unos segundos y ha podido acceder a una visión de lo que hay del otro lado) se representa como imágenes vaporosas de personas de frente, que se le acercan y la miran, acompañadas por murmullos y una nota musical que se estira como un “drone” fantasmal. Eastwood está libre, no le tiene miedo a nada. Como ocurre en el cine de su amigo Manoel de Oliveira, el ridículo también se transforma en belleza. De la mejor secuencia en la que se muestra un desastre natural de la historia del cine se pasa a una visión codificada, prácticamente vuelta cliché, de lo que puede ser la vida después de la muerte.
El director recurre a una “vulgata”, una versión ampliamente aceptada, y así declara ese más allá como irrepresentable. Pero, también, como prescindible para la aventura humana. El cine sólo puede mostrar lo que está de este lado, parece decir, sólo puede tener certezas sobre un mundo hecho de contundente materia: el mar que se eleva embravecido, los monumentos reconocibles que le sirven (como predicaba Hitchcock) para dejarnos claro de un solo golpe en qué ciudad tiene lugar la acción, los planos contrapicados de la fábrica, el edificio del canal de televisión. Planos de establecimiento, planos de conjunto. Acontecimientos de dominio público: desempleo, terrorismo, marginación, violencia social. Signos universales del mundo visible, fragmentos desfallecientes de una melodía en loop. Como nunca, Eastwood conecta su película de una manera casi periodística con su tiempo, pero lo hace para dejar en claro que la intimidad de las personas, su valor último como tales, permanece como un misterio intransferible.
El vaivén de la película, resumida de manera ejemplar en la secuencia del tsunami, que oscila entre lo general y lo particular, la visión de conjunto y también la subjetiva –ya que vimos brevemente a la par de la mujer –le concede a lo particular un carácter en definitiva inabordable. En este caso, representado en el don casi maléfico del médium y el atisbo fulgurante, demoledor, de la mujer. Un punto que al cine le está prácticamente vedado como no sea destinándole imágenes gastadas, varias veces vistas. Humanista y materialista, Eastwood deja aquello en suspenso para concentrarse en las luchas diarias de esta tierra, en ver qué hacen los individuos con ese conocimiento condenado a nunca poder trasmitirse del todo más que como llamado estéril o literatura de segundo grado.
Si Eastwood parecía en los últimos años estar apurando el tranco, despachando películas con una especie de urgencia hasta entonces desconocida, con Más allá de la vida entrega tres películas en una. Tres historias desplegadas en secuencias que se alternan sucesivamente y confluyen al final pero que podrían constituir de manera individual una película distinta cada una. Con gracia y delicadeza, el director construye bloques de espacio y tiempo en los que la narración es conducida con una mano invisible. Después de las escenas del tsunami –espectaculares per se –Eastwood se vuelca inesperadamente hacia una filigrana introspectiva que parece ser el único modo para describir con auténtica empatía el drama de los protagonistas.
El plano que le faltaba a Invictus para ser poco menos que una obra maestra (uno ubicado en los tramos finales, que le dejara ver al espectador que Mandela, deslizándose en su auto por entre el gentío alborozado, estaba en verdad ocultando un agobio interior, secretamente apartado de la felicidad de la que participaban sus connacionales y preocupado por la tarea titánica que le quedaba por delante), puede ser que le sobre por algún lado a Más allá de la vida, una película que descree de las formas perfectas para exhibir, en cambio, una elegancia despreocupada en la que la conciencia de un mundo esencialmente injusto no encuentra consuelo en el voluntarismo ni en una improbable armonía celeste por venir.