Víctor Sueiro tenía razón.
La muerte intriga, asusta, apasiona, perturba, atrae y aterra. Será por eso que a través de la historia de la humanidad, a falta de un saber científico, el hombre no ha podido más que buscar todo tipo de respuestas espirituales en el asunto. Sigmund Freud decía que lo único en lo que no hay inscripción en el inconsciente es en la diferencia de los sexos y en la muerte, y es esto lo que le da el carácter traumático a dichas cuestiones.
El cine no ha sido la excepción, hay numerosos ejemplos fílmicos donde se aborda la temática (After Life, Sexto Sentido, Ghost, El Orfanato). Clint Eastwood, que a pesar de sus ochenta años, está más cerca de acá que de allá, decide tomar cartas en el asunto y hacer una película totalmente distinta a toda su filmografía. A partir del guión de Peter Morgan (El Último Rey de Escocia, Frost / Nixon), realiza una obra que incursiona en algunas de estas respuestas sobre lo que ocurre cuando pasamos a “mejor vida”.
He leído por ahí que muchos críticos al salir de la proyección privada, se encontraban desconcertados al tratarse de una película dirigida por el viejo Clint, con cierto dejo de decepción y subestimación hacía la obra. Y sí, no parece una película de “Harry el sucio”, y ese es el gran mérito, que un octogenario, el cual podría apostar a fórmulas seguras, decida arriesgarse con un tema tan metafísico como lo es el más allá.
Pero así y todo, el film aborda lo sobrenatural sin ser esotérico, termina siendo más clásico que fantasioso. La delicadeza y sutileza con la que Eastwood narra la cuestión, es sólo una excusa para hablar de la vida y de lo difícil e insoportable que suele ser a veces la existencia humana.
Con un esquema coral, se relatan tres historias de manera simultánea en la que cada uno de los protagonistas tiene una vivencia distinta y traumática a la vez con la muerte. Marie (Cecile de France), es una mujer francesa, periodista, sobreviviente del catastrófico Tsunami pero que experimentó el estado letal por algunos minutos. George (Matt Damon), es un psíquico que se comunica con los muertos, “profesión” que quiere dejar atrás, siente que ese don es en realidad una maldición. Y la historia más desgarradora y lograda quizás, es la de un niño inglés (Frankie McLaren), hijo de una madre adicta que pierde fatalmente a su hermano gemelo, compañero de vida y hace lo que puede, con los pocos recursos que tiene para elaborar tremendo duelo.
Los tres protagonistas experimentan lo más profundos conflictos humanos que devienen de la soledad y problemáticas afectivas importantes. Viven en tres grandes urbes: París, San Francisco, Londres y están expuestos frágilmente a una sociedad devoradora de deseos subjetivos, pero en algún punto y paradójicamente, la muerte los rescata a la vida, aunque en maneras muy distintas.
Luego de un comienzo arrollador situado en el Tsunami del sur asiático, el guión pierde fortalezas en algunos relatos más que en otros. Sin dudas dan más deseo de ver la historia del niño inglés que el de la mujer francesa, la cual por momentos queda media desdibujada, excepto cuando estamos entrando en los fragmentos definitorios del metraje donde su personaje va adquiriendo más ímpetu. Las tomas de las ciudades no son de lo mejorcito, imágenes harto repetidas y obvias, no hace falta estar en una oficina en París con la Torre Eiffel prácticamente en la nuca.
A veces peca de un sensibilismo, más cercano a El Sustituto que a la profundidad narrativa de El Gran Torino, pero en su mayoría la intensidad dramática es tal que logra escenas absolutamente conmovedoras.
Afectos que se van adquiriendo gracias a la genialidad de un director, que puede hacer que un espectador tan escéptico y prejuicioso con estas cuestiones, como lo es quien escribe, se termine creyendo, por lo menos por 126 minutos, algo que en su racionalidad conciente rechazaría a priori.