El travestismo ha sido abordado en el cine argentino desde épocas muy tempranas, ya en la primera película sonora ¡Tango! (1933, Luis Moglia Barth), la popular cantante Azucena Maizani cierra con una perfomance drag interpretando el tango “Milonga del 900” vestida de varón, emulando a un compadrito (signo de la virilidad). Lo que ya implicaba una desnaturalización del malevo tanguero en una primera actuación transgénero. Con el correr de los años, la figura del trasvesti es tomada desde roles estereotipados y estigmatizantes para gags con chistes de alto contenido homofóbico y transfóbico. Estas representaciones se perpetuaron en el imaginario colectivo como personas enfermas que reniegan de su biología. Tuvieron que pasar muchas décadas, casi un siglo, para que la temática de transgénero fuera abordada desde una mirada inclusiva, despojada de prejuicios y arquetipos. De hecho, hay muy pocos casos en la cinematografía de ficción nacional, no así en documental, donde la narración esté desarrollada desde el punto de vista de un personaje transgénero, que posibilite la empatía con el espectador. Uno buen ejemplo es Mía (2011), de Javier Van de Couter, protagonizada por la actriz trans Camila Sosa Villada. Marilyn, ópera prima de Martín Rodríguez Redondo, vuelve a abordar la temática en una ficción con una historia tal vez polémica, que fue inspirada en hechos reales y trágicos. Ofrece otra mirada de los acontecimientos desde los procesos subjetivos y sociales que transitó su personaje protagonista. En ese momento Marcos, quién más tarde será Marilyn. Ambientada en un contexto rural no muy lejano de la Capital Federal, Marcos (Walter Rodríguez) es un adolescente que vive con su familia en una estancia de campo donde cuidan el ganado del patrón y hacen trabajos de peones. A Marcos esas labores no le interesan mucho, su deseo está puesto en la llegada del carnaval. Su padre (Germán De Silva) celebra su buen rendimiento escolar y lo alienta a que estudie computación. La madre (Catalina Saavedra) se la rebusca como modista y, a diferencia del padre, no valora dichos logros estudiantiles. La familia debe lidiar con el robo de ganado, lo cual es sancionado por su patrón y hace peligrar el alojamiento en la estancia. El escape de Marcos de ese clima hostil y asfixiante pasa por probarse los vestidos de la madre, cocer, maquillarse y ver ropa de mujer en las vidrieras. La llegada del carnaval es su motivación, es allí donde el joven podrá experimentar liberación, aunque sea de manera lúdica. En la casa casi ni se habla, hay economía de diálogos. No hay lugar para la subjetividad y mucho menos para tratar con las experiencias dolorosas que se atraviesan. En la vida del peón de campo hay que poner el cuerpo, sobrevivir y sobretodo evitar generar rumores. No hay tiempo para duelos. La historia aborda el despertar sexual de Marcos y los primeros momentos de transición hacia su identidad de género autopercibida. En ese ambiente, todo lo que salga de los mandatos hegemónicos se vuelve hostil y represor hacia la propia persona. El joven no solo debe lidiar con la no aceptación familiar -su hermano mayor (Ignacio Giménez) lo llama maricón- sino también con sus pulsiones. Cuando puede ubicarse como objeto de deseo de alguien es por medio de acosos (lo apodan Marilyn), violaciones y vejaciones. La homofobia se padece tanto en el ámbito público como íntimo. La salida es el pasaje al acto como sea posible. Un modo disruptivo de saltar al vacío para zafar de un panorama interno y externo, tan opresor que lo acorrala. Pero Marcos también se las ingenia para tener momentos de luz, desde el baile del carnaval donde aparece vestido de mujer con un antifaz, convirtiendo la timidez en desenfado, hasta el vínculo con su amiga Laura (Josefina Paredes), que lo aloja y le brinda un espacio para que él sea realmente quien quiere ser. También vive una historia de amor con Federico (Andrew Bargsted), aunque la inexperiencia juvenil y la imperante necesidad de ser aceptado y amado hace que cometa algunas desprolijidades que le costarán muy caro. El relato hiperrealista que Rodriguez Redondo elige para contarnos la historia hace que carezca de eufemismos narrativos y el ahogo se viva a la par de como lo vive el protagonista, en medio del aire asfixiante de ese verano caluroso. La ambientación de la época (fines de los años dos mil) y el lugar (esos pueblos donde parece que el tiempo no transcurre) se logran gracias a una cuidada combinación de matices en los planos, las luces y la fotografía. El timing narrativo va construyendo el conflicto. Marcos, quien debe lidiar con su deseo y sus pulsiones, frente al desamparo y la abyección de los otros. El film no juzga ni heroifica a los personajes sino que los retrata expuestos a una realidad socioambiental, con una rutina apática que no les otorga muchas chances de armar otro tipo de vida. La madre del protagonista, por ejemplo, es fría y distante, pero esa es la defensa que posee para sobrevivir al destino que como mujer le ha sido impuesto. La interpretación del debutante Walter Rodríguez es una revelación que se apropia del personaje y de la cámara. Sin decir muchas palabras, sus gestos, miradas y andar transmiten todo lo que está viviendo Marcos en esta difícil y atormentada transición a Marilyn. La experimentada actriz chilena Catalina Saavedra (La Nana, Neruda) encarna con notable solidez el temperamento áspero de esta madre inquietante y controladora. Otro actor chileno, Andrew Bargsted (quien ya había protagonizado en su país Nunca vas a estar solo, película que también aborda la homofobia) interpreta a Federico. El papel del padre está personificado por el reconocido Germán Da Silva (Las acacias, El limonero real, La educación del Rey). La banda sonora original está a cargo de la agrupación Kumbia Queers, que nos regala la escena de mayor resplandor de Marcos, donde por fin logra ser Marilyn. La escena final irrumpe, es arrolladora y nos deja perplejos, convoca a resignificar toda la historia desde una mirada que deconstruye la cruda realidad que viven las identidades disidentes, especialmente en poblaciones ultraconservadoras y alejadas de los grandes centros urbanos. Marilyn llega a los cines luego de pasear por varios festivales y llevarse unos cuantos premios. Es una oportunidad para encontrarse con un relato que aborda el pasaje de la transexualidad adolescente lejos de los estereotipos burlescos y anacrónicos, y también de miradas rosas que romantizan la cuestión.
Una figura como Carlos Jáuregui se merecía un documental como El Puto Inolvidable por su lucha, militancia, valentía, y generosidad; por haber sido un revolucionario, visibilizando la diversidad sexual en medio de un contexto heteronormativo que la consideraba como una perversión psíquica producto de una desviación biológica; por haber impulsado la marcha del orgullo gay cuando eran solo cuatro gatos locos; por enfrentar esta batalla en los tiempos que el SIDA acribillaba a sus soldados y generaba paranoia en la sociedad; por no rendirse en sus ideas utópicas y plantar las bases para leyes de vanguardia que vinieron después como incorporar la orientación sexual dentro de los factores discriminatorios, el matrimonio igualitario y la identidad de género. Lucas Santa Ana reconstruye su vida de manera muy prolija, en un registro documental que se vale de imágenes de archivo audiovisuales y gráficas, entrevistas, planos de las locaciones por donde circuló Carlos y hasta por momentos una voz en off que jugaba a ser él mismo. El registro narrativo va tomando variaciones a medida que avanza la película. En una primera parte se van rescatando sus primeros años y la génesis de sus ideas que luego marcaron su lucha, con un rol preponderante de su amigo y compañero en activismo Gustavo Pecoraro, quien oficia de reconstructor de su historia. A medida que avanza el relato y entramos en sus años de militancia, los testimonios y el material de archivo cobran predominancia, y el texto cinematográfico va ganando en intensidad y emoción gracias a una notable labor de montaje. Somos testigos de la primera marcha del orgullo gay en Buenos Aires, sus disputas con algunos sectores de la Iglesia, el dolor de la pérdida de su pareja y su hermano por causas del HIV, su activismo firme y su apertura hacia nuevos colectivos, los testimonios de sus amigos y compañeros de militancia en el que podemos ver, entre otros, a la gran activista como Lohana Berkins defensora de los derechos de la comunidad trans. Carlos Jáuregui fue de esas personas que llegaron al mundo para facilitarle la vida a las generaciones venideras y esta película más que un reconocimiento es una visibilización histórica de la lucha que tuvo a través de los años la comunidad GLTBI para lograr algunos derechos que en los años 80´s eran impensados.
Mariano, sufre una situación violenta, traumática y dolorosa por parte de un amigo heterosexual. A partir de ahí adquiere un odio hacia la sociedad heteronormativa y patriarcal y una búsqueda constante de redención. Hasta aquí podríamos decir que se trataría de una narración clásica donde hay un conflicto a resolver, pero lo interesante de Heterofobia (2015) es que es precisamente todo lo contrario: un relato vanguardista, que se vale de una mezcla de géneros -desde el melodrama hasta el surrealismo- para ofrecernos una historia distinta, novedosa y experimental. Utiliza un dúctil lenguaje cinematográfico a partir de una amplia gama de recursos audiovisuales que le brindan una estética singular que van de lo barroco a lo lisérgico; varios fragmentos de escenas épicas de films clásicos para dar cuenta de la dominación patriarcal; constante uso de la música que regala notables versiones de muchas canciones conocidas; una voz en off a partir de una omnisciente presencia desde un lugar recitado, imagen pastosa, grumosa plagada de colores con alta pregnancia del rojo; y una narración poética que acude a influencias literarias y reflexiones filosóficas, psíquicas y sociológicas de una cultura dominada por patrones patriarcales. Al principio cuesta bastante adaptarse a este formato, luego se ingresa en el relato, se aceptan las condiciones del juego y se comienza a disfrutar la historia, aunque por momentos resulte un tanto abrumadora. Parece corta (63 minutos), pero no lo es: la duración del film es precisa por la cantidad de estímulos que despierta y lleva un tiempo tramitarlos luego de presenciar la película. Una obra que habla nada más y nada menos que de las pulsiones humanas, esas que muchas veces intentan ser domesticadas en pos del “bienestar” de una cultura que ha buscado siempre acallar a aquel deseo que se salga de la norma machista dominante. Afortunadamente, Mariano puede transitar un camino desde el dolor hacia espacios más luminosos, proceso nada fácil pero necesario a la hora de ser fiel a su propio deseo.
“Un amor como el nuestro, no debe morir jamás”, dice el estribillo de la emblemática cumbia de Los Charros que suena en un par de escenas de Esteros (2016). Y mucho menos si ese amor data de la preadolescencia, en plena etapa del despertar sexual. Esa intensa experiencia vivieron Matías (Ignacio Rogers) y Jerónimo (Esteban Masturini), la cual fue abortada por designios patriarcales y capitalista. Matías se muda a Brasil con su familia; allá crece, estudia, desarrolla una carrera y se pone en pareja con una mujer. Matías se queda en su pueblo Paso de los Libres, con una identidad sexual asumida y tratando de sobrevivir de lo que le gusta. La adultez los vuelve a cruzar para un carnaval. Uno mantiene la frescura de la infancia, el otro parece que la perdió completamente. La historia se va desarrollando en dos tiempos (la niñez y la actualidad), pero como todo lo que ocurre en los primeros años de vida, no desaparece por completo, se quedó dando vueltas por algún lado. La tensión sexual vuelve a aflorar entre ambos. La cámara juega con esta química y en relato se va volviendo hipnótico, sobre todo cuando nos lleva a ese mágico lugar en el mundo llamado Esteros del Iberá. Los planos juegan con el paisaje y la libertad en la que viven “los bichos” en ese sitio y el deseo contenido de sus personajes, que solo se animan a revivir situaciones lúdicas de la infancia y hacerse algún que otro reclamo de épocas remotas. Una sólida construcción del relato que carece de roles estereotipados con relación a la orientación sexual de los personajes. El conflicto de Matías no es en relación a su sexualidad, sino a Jerónimo, como aquella primera experiencia sexual y amorosa de la cual no tuvo la posibilidad de elegir por mandato de su padre. Pero como dicen Los Charros, por más que la heteronormatividad imponga lo suyo, hay amores que no deben morir jamás.
Hace exactamente 20 años, en noviembre de 1996, Daniel, Santiago y Adrián van a pasar unos días de vacaciones a un camping en la costa argentina llamado Mar Dorado. El lugar elegido proviene de haber pasado muchos años allí durante su infancia. En el camino encuentran a Julieta, que rápidamente se unirá a la partida, y comienzan a generarse una serie de conflictos en el grupo de amigos. Un relato altamente verosímil que sabe reconstruir muy bien a cada uno de los personajes, y todo lo que sucede en la dinámica grupal, cuando tres varones deciden veranear juntos en medio de la nada. No faltan las típicas bromas homofóbicas entre ellos, la cámara que intenta filmar todo lo que sucede, las distintas subjetividades entre cada uno de los integrantes y los diferentes vínculos que se arman entre ellos. Interesante ambientación de los ‘90 sin excesos pero con los detalles que nos conducen directamente a esos años, como el teléfono público, los cassettes, o el precio de las mercaderías en el almacén. En un momento, alguno de los chicos reflexiona que el sexo arruina las relaciones, por eso la amistad sería un vínculo más puro e irrompible, pero el deseo sexual comienza a circular entre algunos de los protagonistas, con el riesgo de romper los lazos conjuntamente con la confusión y miedo al rechazo que en esos años era mucho más tabú que ahora. La fuerza del film se basa en la agilidad narrativa, que entretiene de principio a fin, un sólido guión mantiene expectante todo el relato, alternando entre momentos dramáticos y cómicos muy empáticos. También es destacable el trabajo actoral de los 4 intérpretes: Javier de Pietro, Agustín Pardella, Marcos Ribas y Luana Pascual, quienes logran personajes ricos en matices y subjetividades. Daniel tiene bien claro su deseo, Santiago aparece confundido y atormentado, Adrián colgado tratando de lidiar con una crisis familiar del cual parece haber escapado y Julieta se suma para romper con el homo vinculo de los muchachos y denunciar lo que nadie se atreve a hablar. Comedia dramática con un formato clásico pero sin dejar de ser fresca y original con un abordaje sobre la amistad, el deseo, los lazos y la diversidad que celebra nuevas historias y relatos en el cine nacional.
Es la primera vez que una producción colombiana alcanza una nominación al Oscar al mejor film en idioma extranjero. Tremendo logro del realizador Ciro Guerra no fue sorpresa, la película viene de una trayectoria de bastantes galardones en varios festivales importantes del mundo, entre ellos el Astor de Plata a la mejor película en nuestro Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Al verla se pueden confirmar todos esos laureles, ya que estamos en presencia ante una realización cinematográfica que sobresale por su belleza estética y narración sólida, pausada pero necesaria para desplegar un relato movilizador, con variables geográficas, antropológicas y psicológicas que le dan a la historia una fortaleza que excede los 125 minutos del metraje. Relatada en dos tiempos, nos encontramos con Karamakate, un anciano que vive en pleno aislamiento en la selva amazónica colombiana. En su momento fue un chamán poderoso, pero ahora padece de pérdidas de memorias y es reticente para cualquier vínculo humano, en especial con el de un hombre blanco, lo que genera un estado de “cómoda” soledad. El conflicto se plantea cuando aparece un etnobotánico norteamericano en busca de la planta Yacruna, que posibilitaría dar capacidad de soñar a aquellos que no la tienen. El chamán debe apelar a su memoria lábil, pero el realizador nos va contando con intensos flashbacks toda una historia vivida años atrás que llevaron al repliegue social del anciano indígena. Ciro Guerra convierte el film en una especie de road movie por los ríos y paisajes amazónicos, y nos enfrenta a vestigios y secuelas de la colonización depredadora tanto económica como religiosa, que no solo arrasa con ideas y creencias, sino también con vidas y pueblos enteros; se plantea la lucha por la preservación de identidad de algunas tribus y la deforestación natural y cultural de las raíces selváticas. A medida que el vínculo entre estos dos hombres se va construyendo a partir de la necesidad y desconfianza mutua, salen a la luz conflictos no resueltos y el egoísmo puro de la especie para preservarse. Hablada en nueve idiomas y filmada en 35 mm blanco y negro, que le brinda una inusual belleza a la imagen, sobre todo en una pantalla de cine, cada plano logra transmitir una delicadeza estética hipnótica; es así como la naturaleza amazónica adquiere un mayor relieve visual y las subjetividades de sus personajes se sumergen en un profundo grado de intensidad emocional. Claro que también se da el gusto de abandonar este formato en una lisérgica escena onírica. El film, además de ser un relato de tramitación del dolor, tiene un valor existencialista muy agudo e inteligente, ya que se cuestiona ciertos preceptos de la sociedad occidental: el aferrarse a los objetos, la riqueza del conocimiento, el respeto hacia culturas que nos causan ajenidad, el valor de las creencias espirituales de cada quien, el concepto de salvajismo y el abuso de colonización religiosa con fines económicos. Una historia cuestionadora, disparadora, emocional hasta en lo más recóndito y nos transita a un viaje ancestral que interroga nuestras certezas como sociedad “civilizada”.
Por ese palpitar. El último film del realizador Santiago Loza aborda los encuentros y desencuentros, las pérdidas y hallazgos, lo efímero y lo eterno de la vida, a través de una peculiar historia que funciona como un ensayo cinematográfico de ciertas cuestiones existencialistas -plasmadas en poesía en imágenes- que nos invitan a un recorrido por el deseo y el vacío. Si en Los Labios y La Paz el director abordaba historias y personajes que realizaban una búsqueda introspectiva por los laberintos del deseo, en este film este recorrido se hace más tangente por esa mezcla entre lo documental y ficcional que tiene el relato y los testimonios en primera persona de sus personajes, que hacen más visible ese dejo melancólico que caracteriza a las obras de Loza. El escenario es una excusa, más allá del encanto que tiene toda ciudad francesa: cualquiera de estas vivencias pueden experimentarse en otra ciudad del mundo, pero también se replantea el tema de la lengua, la lengua materna, la aprendida, la deseada y la pensada. Esto es a través de un taller de actuación, donde los actores encarnan distintas contingencias que se dan en el tránsito urbano, ya sea como habitantes, inmigrantes o turistas. En esta construcción de búsquedas subjetivas se logran escenas y diálogos muy logrados, como la secuencia de la joven que realiza una interpretación en medio de una plaza europea del clásico de Sandro Yo te amo, ante la mirada de unos cuantos transeúntes que seguramente desconocían la canción que sonaba en ese momento; o la de esa mujer que expresa con absoluta convicción que el chocolate es el mejor antidepresivo. Partimos de la asociación libre que despierta el rostro de cada actor para encontrarnos con pequeñas historias que se cruzan y se distancian, sin importar la resolución de las mismas, así se van armando climas que devienen en un retrato poético de la condición humana. Un film interesante, riesgoso por lo diferente, que requiere la adaptación a una novedosa -pero no improvisada- forma de narrar. Algunas viñetas son más interesantes que otras, así en ocasiones se nos presenta algún tipo de desconcierto y extrañeza por no estar acostumbrados a esta modalidad de películas. Al igual que los personajes, nosotros también nos perdemos en el trayecto narrativo, no sabemos adónde va cada historia, cuál es el destino del film; pero después de todo, si estás perdido, no es grave…
Lo valioso de esta película es que logra algo bastante complicado si se tiene en cuenta el eje del relato. Hablamos de un film donde abundan los planos fijos, y así vemos casi todo el tiempo cómo una mujer que no habla vagabundea con sus perros: la experiencia podría ser un auténtico fiasco, tan aburrido como insoportable. Pero no, la cámara logra meternos cada vez más e intrigarnos acerca de cómo hace esta mujer para sobrevivir en pleno aislamiento social a un mundo tan hostil, donde miles de artículos de consumo se transformaron en productos de “primera necesidad”. Esto es gracias al notable trabajo interpretativo de Verónica Llinás, que si bien no habla con palabras, su lenguaje no verbal está a disposición de todos nosotros. La mujer “cartonea”, roba, come, hace sus necesidades, se las arregla para sobrevivir; y esto que parece obvio, el film lo presenta como un eje central en el conflicto de la historia. Estructurada en cuatro segmentos, uno correspondiente a cada estación del año, esta mujer y sus perros nos dan cátedra de supervivencia, aunque por momentos se torne un poco largo el relato. La fotografía es impecable: refleja los climas, el paisaje rural y urbano y el ánimo de una protagonista que parece una “loca”, aunque en realidad no sabemos nada del motivo de su elección de vida. Estamos ante una historia distinta -calma pero profunda- que nos retira toda ansiedad externa para adentrarnos en la vida de este personaje que termina resultando muy querible.
Ciencias Naturales es uno de los mejores ejemplos de la interesante movida que está produciendo el cine cordobés. Galardonada en los festivales de Berlín y Guadalajara, esta ópera prima de Matías Luchessi da cuenta de cómo una historia que aparenta ser sencilla puede ser magistralmente contada gracias al pulso narrativo de su realizador, dotándola de una profundidad dramática que la convierte en una gran película. Un film que relata la importancia de la búsqueda de los orígenes, a pesar de lo imposible que parezca. Lila (Paula Hertzog), es una preadolescente que asiste a una escuela rural en medio de las sierras cordobesas: la niña no está interesada en las clases y quiere escaparse a toda costa. El motivo es la necesidad de conocer al padre, de quien ni siquiera sabe el nombre. Lo que aparenta ser un capricho, por lo díscola que es su conducta, en realidad no sólo es un deseo sino también un derecho. La madre se opone a esto y reprocha a su hija que con ella y su abuela no le alcance; la directora de la escuela asimismo sanciona su comportamiento transgresor. La única que puede escuchar algo del deseo subjetivo de la niña es su maestra (Paola Barrientos), quien pone en riesgo su trabajo para acompañar a la alumna en su travesía, sin contar con demasiadas pistas. Presenciamos una especie de road movie, con maravillosas imágenes de los invernales paisajes cordobeses. La historia contiene más de una vuelta de tuerca que la hace absolutamente atrapante. El deseo de la niña insiste, pero las cosas se hacen cada vez más difíciles: la maestra tiene que lidiar entre sostener a la niña y regresar a la escuela. Así vamos recorriendo pueblos, nos encontramos con personajes bastante peculiares, donde la ilusión y decepción forman un engranaje narrativo que iluminan el relato. Con una dupla actoral sólida y notable, ambas mujeres interpretan papeles dotados de fina sensibilidad, sin caer en estereotipos ni exacerbados melodramas. El nombre del padre se hace necesario ante un escenario dominado por mujeres que reniegan de la figura masculina. El nombre del padre viene en forma de veleta, necesario para que cualquier niño se oriente en la vida y de eso va la película, de respetar los derechos del otro, más allá de que nos parezcan un capricho o una locura.
Este es el tercer largometraje del realizador de Plan B y Ausente. Una vez más Marco Berger se mete de lleno en el tema de la diversidad sexual, desde las miradas y cuerpos de sus protagonistas. No solo por la solidez narrativa podemos decir que este es el trabajo más logrado del director, sino también por la calidad estética del relato. La obra está colmada de dúctiles e impecables planos y una música original muy bella, que le dan al film una notable calidad artística. La película nos habla del deseo, toda la historia se centra en esa tensión libidinal que va apareciendo entre los dos personajes, el deseo en tanto no concreción del mismo. Es así como Eugenio admite a su amigo de la infancia, Martín, para que trabaje en la casa de sus tíos que él está cuidando. Los planos se encargan de mostrarnos cómo la pulsión comienza a circular en los cuerpos y fantasías de los protagonistas, las miradas, los roces, los recuerdos; y los momentos que empiezan a compartir los llevan a un camino sin retorno que por más que intenten disimular, resulta inevitable. Berger logra transmitir el deseo de cada uno de los personajes a través de un intenso trabajo de las características de sus personalidades y de consistentes actuaciones de sus protagonistas, quienes encarnan con gran solidez las vicisitudes que deben atravesar estos jóvenes -ya adultos- ante el reencuentro con un otro que había sido olvidado pero que relanza el deseo sexual. La película es enteramente disfrutable desde el minuto inicial y despierta el ansia del espectador en pos de que estos jóvenes dejen de lado miedos, temores e inhibiciones y se hagan cargo de lo que les está pasando. Esto es gracias al gran clima que supo crear su director, a través de las hermosas imágenes que nos transmite y un notable guión que con paciencia va incrementando las necesarias cuotas de libido que terminan por invadir la pantalla.