Tres personajes en busca de respuestas
Muchos sostienen que la 35ª película dirigida por Clint Eastwood (1930, San Francisco, EEUU) no encaja del todo en la obra del viejo maestro, pero los motivos de ese desconcierto resultan discutibles.
Si es por el empleo de efectos especiales, debe aclararse que se utilizan únicamente en una secuencia de la película y que la misma (que finaliza con el plano de un ojo que parece un homenaje a Psicosis) está realizada con más sagacidad narrativa que efectismo. Si es porque algunos esperan un cine con cowboys, policías, soldados y deportistas, y no con el clima melodramático que aflora aquí, habría que recordarles que Eastwood es el mismo que hizo, por ejemplo, Los puentes de Madison (1995) y Río místico (2003).
Pero, fundamentalmente, si Hereafter se integra cómodamente a la filmografía previa de Eastwood, es porque está realizada con el clasicismo que siempre lo ha caracterizado como director: sin ánimos de renovación ni pretensiones experimentales, el relato sigue siendo lo importante. Éste –escrito por Peter Morgan– relaciona tres personajes diferentes, que terminarán cruzándose: George (Matt Damon), joven con una capacidad especial para conectarse con personas ya fallecidas; Marie (Cecile de France), exitosa periodista que permanece inquieta después de sobrevivir milagrosamente a una desgracia; y Marcus (interpretado por los hermanos Frankie y George McLaren), chico londinense que sufre la pérdida de un ser muy querido. Si, en primera instancia, el guión recuerda a los que Guillermo Arriaga ha escrito para Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Babel), un rasgo marca la diferencia: Morgan y Eastwood quieren a sus personajes, reservándoles un lugar para el bienestar o la esperanza.
Es cierto que no están los tres desarrollados con la misma eficacia: mientras el niño parece la mera ilustración de un cuento de Dickens –al que se homenajea explícitamente en el film– y la periodista vive una historia demasiado impostada y adornada, el joven medium resulta más creíble, entre otras cosas porque Eastwood ha sabido capitalizar la imagen de chico bueno de Matt Damon (quien se muestra, además, realmente abatido y mesurado).
Con habilidad, el guionista hace que el rumbo que van tomando los sucesos resulte, en varios momentos, imprevisible: un proyecto de la periodista se retoma cuando ya parecía cerrado, la relación de una joven pareja se clausura imprevistamente cuando todo parecía indicar lo contrario. En tanto, la calidad del director (evidente en la forma con la que sabe generar tensión en los momentos previos a una catástrofe natural o a un accidente) no impide que algunas situaciones se plasmen de manera pedestre. Que rompa a llover en una dramática escena de llanto o que se inicie un juego de seducción saboreando comida, por ejemplo, son recursos gruesamente convencionales, y lo mismo puede decirse de la música que subraya escenas sentimentales o de las miradas que se dirigen los asistentes sociales, que retrotraen a los recursos dramáticos del cine mudo.
Por otra parte, la visión de algunas circunstancias y personajes es conservadora. Esto se manifiesta en la imagen que da la película sobre los jóvenes, por ejemplo (unos adolescentes que molestan a Marcus en la calle provocan una tragedia, la chica que conoce George en el curso de cocina es irremediablemente frívola), pero también en las referencias al consumo de drogas o las relaciones de pareja, e incluso en la pasividad con la que se acepta un despido injustificado. En buena medida, Hereafter se maneja con estereotipos: el glamour y el compromiso político para los franceses, el disfrute de la comida para los italianos, etc. El error sería achacarle esto exclusivamente a Eastwood: en sus anteriores películas como guionista (El último rey de Escocia, La reina, Frost-Nixon), Morgan mostró que trabaja con patrones predecibles, modelando ciertos personajes (dictador, monarca, periodista, político corrupto) a partir de lo que se sabe y se espera de ellos, con más astucia que matices.
Indudablemente, Más allá de la vida está muy lejos de la poesía pudorosa y nostálgica de After life (1998, Hirokazu Kore-Eda), o de la elegía de Luz silenciosa (2009, Carlos Reygadas), pero, aún siendo un producto liviano, rústico y en muchos aspectos cuestionable, trasunta cierta nobleza y resulta una desacostumbrada incursión del cine hollywoodense en el tema de la muerte y sus derivaciones: la fatalidad, la tristeza ante los seres queridos que ya no están, las dudas sobre el más allá. Y aunque quienes hablan y escriben sobre esto con hipócritas certezas pueden encontrar en el film agua para su molino, Más allá de la vida no reparte aforismos fáciles y hasta cuestiona la engañosa prédica de algunos oradores. Pueden resultar ridículas las palabras de una escritora-científica atea convertida o las visiones de George, pero, al mismo tiempo, se lo ve a éste negándose, una y otra vez, a lucrar con su don, y al pequeño Marcus defraudado por el único sacerdote católico que aparece en el film y por predicadores varios a los que acude después.
En este sentido, es significativo el desenlace: al margen de las realidades psíquicas e inmateriales que preocupan a George, Marie y Marcus, pocas cosas más carnales que las que, en el final de la película, parecen conducirlos a la felicidad: una mirada, una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos.