Seguir viviendo
Desde tiempos inmemoriales la muerte es uno de los temas de la humanidad. Para la filosofía, la medicina, la psicología, el arte, desentrañar el misterio de ese estado se convirtió en una cuestión a (re)visitar con asiduidad. Cuando el cine se hizo popular difícilmente podía escaparse de recurrir a ella y entonces se volvió para Hollywood en una fuente inagotable de películas. Hay en la mayoría de las sociedades un miedo ancestral a lo desconocido que atrae, perturba e inquieta, pero especialmente en la yanqui se observa una necesidad de representar a la muerte en una búsqueda catártica que posibilite la tranquilidad en el espectador. Como un niño al que los adultos intentan evitarle cualquier dolor real construyéndole un artificio feliz, la máquina de los sueños fabricó y fabrica innúmeros filmes que procuran ofrecer el sosiego que la desaparición física quita en el mundo de los que quedan (sería interesante analizar los filmes animados de Disney y su posición sobre la muerte tan contraria a esta premisa), o aleccionan o lo que es peor inventan la ilusión de que es factible, aún después de muertos, regresar para “resolver” lo que no pudimos en vida (véase: ¡Qué lindo es vivir!, Sunset Boulevard, Ghost, Sexto sentido, Más allá de los sueños, Desde mi cielo).
Clint Eastwood, uno de los últimos clásicos, no podía escapar a tocar el tema de la muerte en su filmografía pero sin embargo lo que uno puede encontrar siempre en ellas es la cercanía de la misma en los personajes, -lo que los lleva a jugarse más de lleno por lo que resta de vida-, o el golpe que provoca la pérdida en los que sobreviven. Eastwood no se detiene en lo que ya no está sino en lo que aún vive. Más allá de la vida (Hereafter: el más allá, la otra vida) no creo que debiera leerse de otra manera.
Si trazáramos una línea que separara ambos estados (para Oriente la vida y la muerte son una continuidad, no una divisoria), con este filme volvemos a pararnos de este lado. Del de la vida. Marie (Cécile de France), una periodista francesa, ha sobrevivido a una catástrofe natural y desde ese momento sus prioridades cambian y su vida se modifica. Marcus es un niño londinense que pierde a su gemelo en un accidente, internan a su madre y lo dan en adopción. Sin poder superar la situación se entrega a la búsqueda de algún médium que le permita comunicarse con su hermano. George (Matt Damon), un trabajador manual estadounidense, tiene un don (¿o un castigo?) que le permite “comunicarse” con quienes han muerto y así transmitirles a los supervivientes los mensajes que necesitan. Agobiado con su papel de psíquico quiere olvidar lo que “padece” y se niega a los afectos y una vida plena. Estos tres personajes andarán y desandarán la trama cada uno en su historia que acabarán en el final uniéndose indefectible y previsiblemente (por causa de un guión bastante obvio de Peter Morgan, el mismo de La reina o Frost/Nixon).
Si bien es cierto que uno puede asombrarse al pensar en un Eastwood trabajando lo sobrenatural o lo fantástico, el asombro se abandona inmediatamente licuado en el manejo de los géneros a los que sí nos tiene acostumbrados: el melodrama, el drama, la historia romántica. Que a veces puede resultar más o menos logrado, más o menos interesante, pero nunca indiferente y siempre resultado de una mirada adulta y noble y que, en algún momento, consigue conmover y emocionar con las mejores armas.
Es más que claro que al director no le interesa construir nuevas formas para representar el más allá (la luz, el túnel, las figuras difuminadas), elige trabajar los lugares comunes y los clisés visuales y además se queda de este lado: la voz de George es la que se escucha diciendo los mensajes de los muertos, no hay pruebas de otra cosa. Inteligentemente Clint no desperdicia el tiempo en mostrar aquello de lo que no tiene certezas. He ahí otra prueba de su interés.
Con una cámara que siempre sabe desde dónde mirar, una puesta en escena y un encuadre que desborda clasicismo y es capaz de entregar un comienzo de catástrofe de una intensidad como pocas veces se ha visto y que demuestra que no alcanza sólo con los efectos especiales, el octogenario director vuelve a demostrar sus dotes. Pero es imposible negar que Más allá de la vida resulta fallida y despareja, tanto en sí misma como en lo que respecta a la filmografía eastwoodiana. Y esto tiene que ver con cierta sensiblería maniquea, con un trabajo de la casualidad que aparenta aleatoriedad, con una necesidad de un happy ending tranquilizador, una mirada fabricadamente inocente, que uno siente en el transcurso de la película y confirma en sus títulos finales cuando lee el nombre de Spielberg como productor. Esa tendencia spielberiana a un humanismo mal entendido, a un progresismo barato y superficial, liviano y vacuo, casi infantilista (epítome de la sociedad que representa), y que a veces Eastwood -en sus peores momentos- también ha mostrado, en este filme se posiciona con preponderancia y echa a perder el producto final.
Igual convengamos que un Eastwood regular es mucho mejor que el promedio al que nos tiene acostumbrado el cine de hoy día