Hablar de lo que sucede después de la muerte es riesgoso para cualquiera: de todas las tierras incógnitas que quedan, es la única que ni siquiera se puede imaginar con precisión. Sin embargo, y si bien este nuevo film de Clint Eastwood se relaciona con ello, no es en su pintura austera y sucinta del “más allá” donde el realizador coloca el acento, sino en cómo tres personajes deben enfrentar la experiencia de la muerte. Aquí hay un hombre que puede comunicarse realmente con los muertos (Matt Damon), pero cuyo don le causa más tristezas que alegrías; una mujer que ha muerto y revivido en un tremendo tsunami (una secuencia extraordinaria), y un niño inglés, pobre, con madre adicta, cuyo hermano gemelo muere en un accidente. Para que la clave quede clara, Eastwood cita varias veces a Dickens, y es cierto que los personajes y el modo en que las tres hebras se tejen en la trama recuerdan al escritor inglés. También es cierto que Eastwood no está realmente hablando del más allá, sino de las relaciones entre las personas, y de lo que la vida significa incluso en su momento final. El gran problema del film es su falta de inspiración formal, su tartamudeo narrativo. A secuencias admirables, desparramadas en todo el transcurso, siguen momentos triviales, incluso perezosos, resueltos a puro lugar común. Como siempre, Eastwood maneja con maestría a algunos actores (Damon y los niños están muy bien) y no tanto a otros. Las ironías funcionan a veces, a veces no. El film, varado entre la vitalidad y la abulia, parece él mismo, entre la vida y la muerte.