La vida después de la muerte
Los verdaderos autores se revelan en sus peores obras, pues allí demuestran que a pesar de todos los fallos siempre tienen algo para dar, ya que incluso en esas piezas mantienen una mirada personal sobre el mundo. Todos los buenos directores, además, tienen obras menores, acaso porque se suelen aventurar a lo desconocido, animarse a aquéllos géneros que nunca pensaron abordar: nadie se imaginaba que Clint Eastwood, a sus 80 años, filmaría una película de tintes sobrenaturales sobre la vida después de la muerte, pero sin embargo nos encontramos debatiendo aquí sobre Más allá de la vida, el filme en cuestión. Y el debate, aún de los temas más superfluos, es siempre bienvenido.
Se trata, sin dudas, de una obra menor de Eastwood. Hasta incluso se podría pensar que es una típica película “de encargo”, como muchos colegas especulan, donde el gran Eastwood ha tenido que batallar con un guión ajeno (de Peter Morgan, el mismo de La Reina) y con un productor de peso y sin duda influyente como es Steven Spielberg. Pero así y todo, nadie puede dudar de que es una película suya, y a pesar de los reparos, es un filme que eleva la calidad del género, y que incluso mantiene cierta coherencia autoral con la obra previa de Eastwood. Acaso la primera aclaración a hacer es que no se trata de una película de aspiraciones metafísicas: si bien Más allá de la vida se relaciona con ése mundo inmaterial que hoy se encuentra codificado por la New Age, sus temas son en realidad bien concretos, y transcurren en el mundo que conocemos. Uno de los pocos aciertos del filme, acaso capital, es tratar de esquivar ése espiritualismo liviano tan en boga en nuestros días, especie de mercancía inmaterial que diariamente nos veden miles de libros y películas, a pesar de que al mismo tiempo se alimenta de ella: Eastwood elige no pontificar sobre el otro mundo, y e incluso consigue desnudar y ridiculizar los manejos que se hacen con el tema (todo lo contrario a lo que, por ejemplo, hace Gaspar Noé en Enter the Void, filme de contundente éxito crítico, que sin embargo es una estilización vacua del misticismo contemporáneo), aunque su protagonista central sea, precisamente, un psíquico capaz de comunicarse con los muertos. Tampoco las religiones encuentran eco en la exploración metafísica de Eastwood, e incluso son sutilmente parodiadas en el único pasaje en el que aparecen explicitadas (un entierro), y en el que dichas creencias se muestran como meras instituciones burocráticas creadas para lidiar con lo inexplicable. Y es la muerte, precisamente, el eje central del filme, o bien cómo sus protagonistas se relacionan con ella, cómo intentan enfrentar un duelo y volver a la vida, temas absolutamente terrenales. Los problemas empiezan en otro lado, acaso por un guión plagado de clichés, con una estructura narrativa demasiado transitada, que apuesta a acumular géneros disímiles y citas de actualidad sin mucha coherencia, y termina aplicando soluciones al borde de la inverosimilitud.
Al estilo del mejicano Alejandro González Iñárritu, el filme superpone tres líneas narrativas que al final convergerán mágicamente: la central es la de nuestro protagonista, un psíquico capaz de comunicarse con los muertos (Matt Damon), que en realidad se encuentra acosado por su “don”, al que entiende como una maldición, y ha renunciado a ejercerlo para tener una vida normal. También hay una prestigiosa periodista francesa (la bellísima Cécile de France) que experimenta una transformación mística a partir de un accidente en el que muere por unos segundos, y donde llega a contemplar el otro mundo (filmado con una discreción digna de un agnóstico, dato no menor). Por fin, está un pequeño niño de clase baja londinense (homenaje explícito a Dickens), cuya madre adicta se encuentra asediada por los servicios sociales, y cuyo mundo se destruye con la muerte de su hermano mellizo (ambos, interpretados por Frankie y George McLaren). Se trata, cada uno a su modo, de tres outsiders, personajes típicos de Eastwood, cuyas vidas han sido sacudidas o marcadas por la muerte, y cuyas formas de relacionarse con ella se irán desarrollando paulatinamente por el filme, con el clasicismo y la seguridad acostumbradas por el director.
La elegancia formal de Eastwood es admirable, y acaso salva más de una vez a la película. Los primeros diez minutos son un filme aparte, una verdadera lección de cine (sobre todo para los seguidores de la ciencia ficción), donde se reconstruye el tsunami que arrasó las cosas de Indonesia con una precisión imposible de lograr sin efectos digitales, pero sobre todo sin la conciencia que exhibe el director sobre los medios cinematográficos. Una sabiduría que sin embargo parece extrañamente ausente en otros tramos de la película, como en la utilización de la música para potenciar los efectos dramáticos de ciertas escenas, o en la construcción de algunos personajes y situaciones que terminan banalizando los temas que aborda, por no hablar de la deriva romántica que termina encontrando hacia el final. Despareja y a veces desmedida, capaz de dejar escenas para atesorar en el recuerdo y luego pisar la línea del ridículo, lo cierto es que Más allá de la vida sería otra película sin Eastwood, una que seguramente no valdría la pena ni comentar.
Por Martín Ipa