Las bellas del bardo
Más notas perfectas destila una felicidad insensata: la clase de sentimiento poco frecuente –por lo tanto precario, convulso; una cosa que hay que hay que acunar y cobijar, como si fuera una criatura exótica – de que se asiste al momento en que un mundo completo se construye y desarrolla delante de nuestros ojos: con amor, con temblor, con una desusada autoridad mediante la cual lo más vulgar y pedestre se transforma en una variante de arte mayor para tener en cuenta. Primero una confesión antes de seguir: no vi Notas perfectas, aquella celebrada primera entrega de la que estas otras notas son continuación. O, para ser sinceros, vi algo: diez o quince minutos desganados e impacientes en la pantalla no tan hospitalaria de la televisión, un día cualquiera de dios, haciendo zapping. Es decir que no la vi; quince minutos un poco pendencieros, es verdad, que parecieron suficientes y consideré definitivos, como pasa a veces con algunos trailers, para mandar la película sin más trámite al galpón de los trastos que por descartables nos dan toda la impresión de haber envejecido demasiado rápido.
Más notas perfectas, casi no hace falta decirlo, retoma la historia de las chicas que cantan a cappella representando a la universidad de poca monta a la que pertenecen. Las chicas constituyen una representación tan esquemática de distintos grupos étnicos, tamaños e inclinaciones sexuales que esa representación se vuelve un gesto de astucia, como el segundo grado de un lugar común. Lo importante, sin embargo, es la gracia que las protagonistas son capaces de desplegar en la pantalla: espléndida, tosca pero distintiva, incorrecta y querible; en el fondo, definitivamente ingenua. Pero es bueno recordar que muchas veces las cosas más bellas pueden ser un poco ingenuas, en el sentido de que se presentan desnudas en el mundo, sin afeites, un poco a merced de la censura y el reproche, la embestida cínica. Las chicas solo quieren cantar, pero en realidad solo quieren divertirse, estar juntas; cantar para sentirse en comunidad (“¿Qué vamos a hacer si se desarma el grupo?”. Es la pregunta que resume de modo lastimero el temor ante el peligro de la disolución, no del conjunto sino de la amistad, ese don sujeto a la dinámica de la volatilidad proverbial de los afectos). La película exprime ese deseo de estar juntos, de “hacerse en el mundo”, como si se tratara de una corriente eléctrica: efusiva, sin concesiones ni marcha atrás.
Más notas perfectas se expide acerca del mundo del pop, de las canciones populares, de las competencias entre bandas, del universo farragoso del estrellato efímero, de los concursos televisivos, todo a través de una catarata de chistes casi infinita, no para refutarlos, o demonizarlos, sino para abrazarlos, hacerlos propios; hacer un hogar de la chatarra adorable, ese tesoro que tiene la consistencia de los recuerdos, pero también de los sueños. Si las canciones están en nuestra vida desde que nacemos, eso quiere decir que son nosotros, que también nos contienen, nos pueden tener, como lo hacen nuestras vivencias ligadas a ellas: la película es al final una oda llena de color al poder de ciertos objetos culturales para moldearnos y arroparnos; una burbuja que nos habla, porque somos también parte del mundo que imaginamos, que encontramos en ese momento jubiloso en el cual nos formamos en la cultura, ese magma que nos rodea. Más notas perfectas hace un arma del amor desmesurado hacia las formas más sensibles y menos acreditadas de la canción. No las “originales” que salen de la cabeza de quien interpreta sino las canciones que son de todos, porque están, o han estado, en la radio, en las fiestas, en el boliche, en el acervo de todo el mundo: el mushup, la reutilización plebeya, la concatenación estilizada de hits; los concursos en los que se desafía al otro en el terreno común del saber compartido.
Elizabeth Banks (radiante actriz cómica en su primera incursión como cineasta) se muestra como una directora tan competente como perceptiva para captar esos destellos de comedia colorida extraídos del mundo de las competencias entre bandas. Los primeros cinco minutos de película exhiben un timing cómico perfecto y un acercamiento rebosante de cariño hacia el mundo de la cultura popular en su faceta de cochambre más exquisita. Las Bellas de Barden (tal el mote con el que se presentan las muchachas: Barden es el nombre de la universidad) se están luciendo sobre el escenario, pero el número termina en un desastre de proporciones cuando la gorda rubia del grupo queda colgada de un arnés y las calzas se le rasgan por la mitad dejando ver sus carnes. Dos comentaristas llenos de maldad (uno de los cuales es la propia Banks) se expiden acerca de la actuación: están acabadas, sumidas para siempre en la vergüenza. La southern exposure de Fat Amy al quedar frente a un público boquiabierto mirando ese espectáculo inopinado allá arriba parece catapultar al grupo hacia el descrédito. El aire de fábula de la película –los seres que caen y dan brazadas en medio de la correntada esperando que aparezca la oportunidad de redimirse– es apenas una estructura que sirve para vertebrar los números musicales y el repertorio inacabable de chistes incorrectos y groserías más o menos disimuladas que la película dispara con una elocuencia sensible y feliz. Las escenas que estallan de color –hay que ver sobre todo el bellísimo plano de las chicas que caminan por una calle de Copenhague: si eso no es un destello desprendido de algún musical de la MGM es Una mujer es una mujer, de Godard– están forjadas con un regocijo y una pertinencia que parecen conducir la película hacia una rara dimensión de refinamiento no asumido.
Cuando Fat Amy, figura elusivamente distintiva de Más notas perfectas (encarnada por la australiana Rebel Wilson, casi un complemento necesario de la pequeña muñeca con cara de roedor bonito de Anna Kendrick, la indiscutida protagonista) grita “Screw your judgments!” mientras deja plantadas a sus amigas alrededor del fuego y sale corriendo para darle el sí al chico que le revoloteaba y que ella, acaso para protegerse del desencanto, rechazó de mala manera, la película parece desafiar en la cara a sus detractores suponiendo con antelación un dictamen desfavorable de su parte. En todo caso, esta elocuente muestra de amor a las canciones y a los números musicales a veces un poco esperpénticos, no necesita regular un ápice su entusiasmo para que creamos que su devoción es auténtica, incluso cuando cada actuación parece estar en el borde filoso que convierte un modelo en una sátira feroz de sí misma a fuerza de manierismos y afectación: todo en la película es un poco enfático, un poco chillón, un poco demasiado sentimental. Pero precisamente por ello la pantalla puede, durante minutos que son oro puro, volverse un rostro desconocido, el gesto inesperado que surge de lo que se conoce de memoria para establecer de un golpe el brillo de la diferencia, un valor secreto, como si de la acumulación de disparates hermosos y archisabidos surgiera una emoción verdadera atravesando las capas con las que la película pretende contar un cuento de chicas que cantan y atrapar al público con las ropas familiares de los realitys y de los conjuntos producidos en serie: Rebel Wilson haciendo “We Belong“, de Pat Benatar, mientras rema en un bote produce un momento tan gracioso como emotivo en sus propios términos. Con sus modales apasionados de relato de amistad en medio de una competencia en la que los personajes prueban su valía frente al mundo, esta película de chicas barderas y hermosas es una refutación de la solemnidad programada de las franquicias, así como una apuesta a la reformulación de la comedia musical, hecha con toda la comicidad y la conciencia del mundo acerca de los mecanismos de ciertas formas subestimadas del espectáculo que no tienen que pedir disculpas a nadie por serlo.