"Matar a la bestia": un relato abierto, fantasmal
La directora propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria de su protagonista.
Una llamada telefónica no atendida, una voz femenina dejando un mensaje en el contestador e imágenes brumosas de una selva propias de uno de esos sueños densos de los que cuesta despertar. Los primeros, enigmáticos segundos de Matar a la bestia dejan en claro los elementos dramáticos, audiovisuales y simbólicos con los que trabajará Agustina San Martín en su debut en la realización de largos, luego de una breve y reputada trayectoria en el cortometraje que incluye No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019), este último premiado con una Mención Especial del Jurado en el Festival de Cannes. Matar a la bestia propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria y de la posibilidad de un futuro para Emilia (Tamara Rocca).
Ella es una joven de 17 años y quien no responde el teléfono es su hermano Mateo, que desde la muerte de su madre ha estado ausente. Dado que el paradero de ese chico es una incógnita, ella viaja hasta un pueblo perdido en medio de la selva misionera, justo en el límite con Brasil, para reconstruir sus últimos pasos e intentar dar con él. La lejanía y las dificultades para recorrer los caminos barrosos serpenteantes son los primeros problemas de su visita. Pero no lo últimos, pues Emilia no tiene idea de dónde vive su hermano ni muchos menos por dónde empezar a buscarlo. Apenas hay algunas pistas sueltas, pequeñas migas que no alcanzan para marcar las huellas de un camino posible. Al menos debe “agradecer” que su tía Inés, si bien no parece muy contenta de verla, acepte hospedarla en su casa/hostel, mismo lugar al que llega una joven brasileña cuya piel tersa y oscura opera como interruptor que permitirá la circulación de un incipiente deseo sexual.
Atravesada por ese despertar hormonal y el desapego del entorno, lentamente Emilia irá siendo absorbida por una dinámica social en la que los discursos religiosos, con los pastores evangélicos erigidos como rectores de la moral comunal, están a la orden del día, creando así un clima opresivo y viscoso, como si la humedad selvática empapara mucho más que los cuerpos. A eso se suma la presencia de una criatura monstruosa que, según se dice, es la encarnación física del espíritu de un hombre malo. Pendulando entre el camino hacia la confirmación del placer como elemento fundante de la condición humana y la necesidad de saldar cuentas familiares, a Emilia parece correrle por las venas dudas antes que sangre.
Estrenada en el Festival Toronto y vista en el marco de la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, Matar a la bestia ofrece un relato abierto, fantasmal, circunscripto a las penumbras de las noches interrumpidas por los haces de luz de las linternas de quienes buscan a la bestia del título. Porque el viaje de Emilia, si bien perseguía la búsqueda de su hermano, tiene como destino final la exploración interna, tanto física como psicológica.
Con un notable trabajo de sonido de Mercedes Gaviria Jaramillo, cuyas mezclas contribuyen a la creación de un universo onírico, y la voluntad pictórica que persiguen los planos de San Martín, Matar a la bestia hace de lo monstruoso una entidad inaprensible que condiciona los comportamientos de los lugareños. La selva, entonces, como un terreno de ensueño donde germina la semilla del autodescubrimiento.