La frontera
En su primer largometraje, la realizadora argentina Agustina San Martín explora los conflictos familiares de una adolescente de diecisiete años que va a confrontar a su hermano sobre el pasado familiar para encontrarse en una búsqueda de sí misma, en la frontera entre Argentina y Brasil, que la llevará a una zona difusa entre lo real y lo onírico.
La noticia de la muerte de su madre impulsa a Emilia (Tamara Rocca) a viajar a la frontera con Brasil para encontrar respuestas a muchos interrogantes de su niñez que conciernen a su hermano mayor, apartado de la familia y enviado a vivir lejos por su carácter bestial, hace ya mucho tiempo cuando la chica era tan solo una niña. En el monte misionero, Emilia se hospeda junto a su tía Inés (Ana Brun), una mujer de carácter que vive en una posada que alquila a los viajantes. Emilia llama y deja mensajes en el contestador de su hermano, que solo escucha un perro que recorre una casa deshabitada. Ante la falta de respuesta, Emilia intenta dar con el paradero de su hermano, pero su búsqueda choca con la hosquedad de una comunidad paranoica con la aparición reciente de una bestia, que en realidad es la encarnación animal del espíritu de un hombre perverso, que puede ser su desaparecido hermano. El desdén de la comunidad es similar a la hostilidad de su tía y su hermana, Helena (Sabrina Grinspun), sobre el paradero de su hermano, depositario de un pasado que Emilia siente que debe exorcizar. En la posada Emilia entablará amistad con una inquilina de paso, Julieth (Julieth Micolta), una bella joven de la que se siente atraída. En su periplo Emilia descubrirá que nadie puede erradicar sus dudas sobre el pasado y que en el viaje mismo están las respuestas a todos los interrogantes, que en definitiva son una construcción ficcional ante unos acontecimientos inesperados que nunca se detienen y frente a los que solo podemos dejarnos llevar.
Matar a la Bestia (2021) es un film en el que la ensoñación se combina con lo terrorífico en medio del despertar sexual de una adolescente, que se descubre a sí misma sin buscarse realmente. En esta idea estética de mezclar lo onírico con lo aterrador, lo cotidiano y anodino se transforma en extraordinario ante la atenta mirada de una cámara que siempre busca a la hipnótica selva como puntal, un lugar en el que los peligros y las leyendas van de la mano. Agustina San Martín crea aquí una obra en la que el clima de pesadumbre frente a los tiempos muertos de la frontera se funde con las atmósferas opresivas y peligrosas de la selva que se extiende, destruyendo todos los artefactos de la mano del hombre y dejando a los habitantes a merced de las supercherías y la religión en una zona donde la ley y el Estado no se hacen presentes.
La película crea pasajes hipnóticos en los cuales lo real se vuelve difuso, la niebla nubla el entendimiento y lo fantástico y lo terrorífico se hacen carne. Pero el horror de San Martín no es una construcción de efectos de imagen y sonido, sino una suerte de elusiones a lo que no se puede llegar a comprender, al temor a lo desconocido, un desamparo producto del habitar la frontera con la selva. La frontera, precisamente, como lugar en donde lo real se diluye, es el eje central de la estructura narrativa del film de la realizadora, un espacio donde ya no hay certezas y donde los personajes deberán descubrir qué hacen allí y hacia dónde quieren ir.
La directora y guionista encuentra en la estética de los films de Lucrecia Martel una inspiración para crear una obra sin una estructura convencional, en la que los diálogos incorporan una femineidad que despierta y una masculinidad que se asocia a lo bestial, una metáfora sobre los mitos y leyendas que pueblan América Latina sobre demonios que en realidad son mecanismos con los que las comunidades dan una respuesta colectiva a una situación que es imposible de encarar directamente sin dejar de lado demasiados conceptos, arraigados en las prácticas cotidianas, la tradición y las costumbres.