En la frontera entre la Argentina y Brasil, en un pequeño pueblo de raigambre religiosa, el teléfono suena dentro de una modesta cabaña. El ambiente vacío cobija los restos de manzanas podridas, el llanto de un perro encerrado, el brumoso aire de la selva. El timbre del teléfono insiste pero nadie lo atiende. La voz de Emilia (Tamara Rocca) emerge en el contestador. Para ella, todavía adolescente, el llamado supone saldar las cuentas pendientes con su hermano Mateo, ahora que la madre de ambos ha muerto. Su viaje iniciático tiene como destino el hotel de paso de la tía Inés (Ana Brun), asentado en ese paraje fronterizo, pero su búsqueda supone atar los lazos familiares desprendidos por la distancia y los rencores. Pese a todo Mateo no responde, en su casa palpita el eco vacío de su ausencia.
Así comienza Matar a la bestia, ópera prima de Agustina San Martín –directora de varios cortos: No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019)–, cuyo universo se apoya con decisión en las fuerzas naturales que le brinda el paisaje. La historia es elusiva, apenas delineada sobre la búsqueda de Emilia en ese territorio limítrofe, la espera prolongada, los llamados insistentes a Mateo. Lo que enmarca su estadía es un rumor que recorre al pueblo: la presencia de una bestia de leyenda, el espíritu de un hombre malvado que asume la forma de distintos animales del lugar. El sacerdote y los fieles lugareños ensayan todo tipo de exorcismos: velas y oraciones, cánticos rimados, paseos circulantes. De vez en cuando, la tía Inés sale con su escopeta a ahuyentar a los creyentes, aferrada a la naturaleza como única depositaria de lo terrenal.
En ese protagonismo decisivo de las imágenes, de sus texturas húmedas y rugosas, de la cercanía obsesiva de la cámara con los cuerpos, Matar a la bestia aspira a capturar un misterio: el asomo del deseo en la mirada de Emilia cuando observa a Julieth (Julieth Micolta), una joven huésped del hotel; la euforia de Inés en el juego del baile y el alcohol; la presencia posible de la bestia en la espesura de la vegetación. En esa vocación la película consigue momentos poderosos, hipnóticos, una atmósfera que casi puede palparse. Sin embargo, en el seguimiento de la historia se torna lábil y arbitraria, condena a sus personajes a la repetición programática de ciertas reacciones, reduce su intención de acercarse a las leyendas locales en un compendio de tópicos recurrentes a la hora de pensar las mitologías en términos cinematográficos.
Hay herencias claras en San Martín que parecen condicionar su debut (el gótico como género, el cine de Lucrecia Martel como estilo), de la misma manera que hay una vocación personal de conseguir trascender esas influencias para encontrar una fuerza todavía en ciernes. Por ello si bien hay planos deslumbrantes –el porte de un buey entre las hojas–, o sonidos envolventes -las risas de Emilia y Julieth entremezcladas–, el conjunto no termina de salirse de esa previsión, el ritmo se entumece en su propia deriva y varios motivos narrativos (la tensión entre regulación y sensualidad, la posesión, el erotismo larvado) parecen salidos de una nómica del gótico salvaje, con sus brumas y sus contraluces, sin todavía adquirir la definitiva sensación de hacerse mundo.