Las películas pueden definirse por su historia, por su estética, por el clima que logran o por la suma de todas estas cosas. Hay películas de una narración transparente y demoledora, otras que no parecen contar nada pero crean universos cuya riqueza pasa por otro lado. El resultado puede ser excelente en ambos casos. Matar a la bestia, una coproducción entre Argentina y Brasil, se aferra a los climas para lograr sus objetivos y no se equivoca al tomar esa decisión. Sin embargo, aunque se define con claridad, el resultado de ese clima y ese juego con el cine de terror no termina de ser lo suficientemente bello o cautivante como para reemplazar una narración firme y una realización clásica. Salir de los lugares que en teoría son fáciles no siempre significa hacer un mejor cine y no todas las intenciones redundan en resultados notables. Este viaje de la protagonista la frontera entre Argentina y Brasil, su búsqueda y el inquietante entorno que se le presentan no terminan por dar el gran film que en teoría se adivina. Se aprovecha, literalmente, el clima del lugar, casi un personaje más, pero se desperdicia ese suspenso que finalmente no conduce a nada. El despertar sexual, las fronteras en todo sentido, el mundo que Matar a la bestia se esfuerza en plasmar nunca pasa de una búsqueda. No se trata de un error, son elecciones de cada realizador y los resultados están a la vista.