Dos hombres curtidos, trabajadores, viven en el monte, a orillas de un río, en 1978, durante los años de dictadura de Stroessner, en Paraguay. Hablan en guaraní, tienen un perro, Negro, que se hizo salvaje y a veces se escucha porque, dicen "huele sangre". Es que los hombres tienen un trabajo: enterrar, desaparecer los cuerpos que llegan hasta su orilla. Los paquetes que envían los militares, mientras ellos sólo parecen interesados en saber cómo va el mundial de fútbol, porque el trabajo con la muerte (llegan cadáveres de mujeres, de hombres muy, muy jóvenes) parece ser para ellos como cualquier otro.
Hasta que un día, uno de los paquetes respira, está vivo. Y los dos hombres no saben qué hacer, ni están preparados para matar. El vivo (Jorge Román, el estupendo actor de Monzón) habla español y no los entiende. Y parece empecinado en escaparse de ahí como sea. Áspera, concisa, seca, física, acaso un poco teatral, la película de Hugo Giménez es un potente alegato sobre los efectos del terrorismo de Estado. Desde un enfoque, y una cinematografía (la paraguaya), novedosos. Y con una puesta que privilegia primeros planos, luces y sonidos del ámbito casi selvático en el que transcurre, como una imagen de lo opresivo.