Kurepi invasor
Aislados del mundo exterior salvo por el contacto ocasional por radio con sus superiores, dos hombres se dedican a sepultar clandestinamente los cadáveres que llegan por el río a ese lugar en medio del monte paraguayo donde están apostados. Su rutina es simple y no hay mucho del afuera que parezca interesarles, salvo el mundial de fútbol que se está disputando en Argentina con Mario Kempes como gran estrella.
Esa relativa tranquilidad se rompe cuando uno de los “paquetes” que reciben es un hombre que -aunque inconsciente- sigue con vida cuando acuden a recogerlo en la playa junto con otros dos cuerpos. Ellos saben que todo el que llega hasta allí por ese camino está destinado a la tierra, pero oficiar de sepulturero y de verdugo son dos tareas muy diferentes, obligándolos a preguntarse por primera vez qué es lo que están haciendo en ese lugar.
En la narración de Matar a un Muerto, la dictadura y la muerte que acarrea están suspendidas en el aire como algo de lo que no se debe hablar, pero con lo que hay que convivir y acostumbrarse para no tener que cargar con la responsabilidad de ser parte.
También es algo que no puede sostenerse en el tiempo. Alguna vez se tiene que romper ese delicado equilibrio entre ver y no ver, esa idea algo orwelliana que permite separar un acto de su significado porque simplemente es el deber, algo que hay que hacer y no tiene sentido cuestionar o entender.
Matar a un muerto
Es en este limbo de vegetación espesa donde los protagonistas pierden todo marco de referencia, dudando incluso por momentos de sus creencias y de lo que perciben sus sentidos. Como público también tenemos que conformarnos con la poca información que nos van dando, e ir completando los huecos para tratar de entender quiénes son y qué hacen, porque nada de lo que pretenden contar está subrayado, quizás porque prefieren plantear preguntas antes que respuestas.
Ante esta propuesta a primera vista simple, el éxito o fracaso de Matar a un Muerto recae sobre todo en la potencia de sus personajes, en los tres hombres que estarán todo el tiempo en el centro de la escena mientras pretenden descubrir su lugar en este mundo y el camino que les espera hacia adelante.
Es especialmente sólida la química entre los dos actores paraguayos (Ever Enciso y Aníbal Ortiz) para retratar esa relación que es a la vez áspera pero algo filiar, cada cual buscando mostrarse más fuerte de lo que realmente se siente, especialmente ante la llegada del prisionero (Jorge Román,protagonista de la serie Monzón), quien con su voluntad de sobrevivir a la circunstancia extrema donde se encuentra desestabiliza la mecánica, insertando un dilema moral para el que no estaban preparados. Resulta en un relato muy personal que se esfuerza por dejar de lado lo panfletario, con el que es fácil de conectar más allá del contexto histórico particular.