Mucha Gretel y poco Hansel.
La directora Jimena Monteoliva explora las libertades y límites de todo relato que tiene por protagonista a una bruja y mucho más si del otro lado del espejo el reflejo no es otro que una niña -devenida adulta- o niños como pareja expuestas al peligro latente. Y a pesar de un prólogo animado para construir la leyenda de la hilandera, bruja en cuestión que fuese quemada por el pueblo, Matar al dragón, su nuevo opus, baja un peldaño respecto a su anterior película Clementina (2017).
Aquí tenemos un bosque; la presencia de una enfermedad o por lo menos el indicio de cierta maldición que contagia y cuya portadora fuera en un pasado raptada por un grupo de personajes variopintos de dudosa calaña. Entre ellos, Tarugo, en la piel del siempre sobrio Luis Machín, líder de los marginales que viven del tráfico de niñas para conseguir la droga que hace su vida menos miserable de lo que se demuestra por contraste con ese mundo pulcro, en el que todos se visten de blanco y desparraman lujo y suntuosidad. Allí, viven los niños y también el personaje encargado a Justina Bustos, la niña secuestrada otrora.
El cuento de Hansel y Gretel aparece y desaparece de manera constante aunque es justo decirlo no tan explícitamente como podría haber ocurrido. Sin embargo, no encontrar paralelismos con aquella historia y con los mensajes que dejaba esa malvada bruja, que pueden vincularse tanto con la represión sexual como con el control, sería sumamente incompleto a la hora de resumir pros y contras en un análisis.
En el debe queda entonces este límite y en el haber los valores de producción con impecables rubros técnicos, fotografía y sonido por ejemplo, para cerrar un film de género bien realizado y con actuaciones aceptables.