Vuelve Matrix, con todo lo bueno y malo que eso implica para los fanáticos y detractores de una de las sagas más influyentes –tanto en términos visuales como temáticos– de las últimas décadas. Replicada, alabada y burlada hasta el hartazgo, y con el bullet time convertido en ícono de su tiempo, la franquicia iniciada por Lana y Lilly Wachowski (por entonces Larry y Andy) en 1999 regresa con una entrega a la altura de su legado: siempre ambiciosa, por momentos desmesurada y caótica en términos narrativos, con un despliegue visual apabullante y una historia meta discursiva y plenamente consciente del peso de su nombre propio en el mapa audiovisual del siglo XXI.
Dirigida en esa ocasión solo por Lana, la cuarta película funciona como secuela a la vez que reboot, un regreso a las coordenadas iniciales que, sin embargo, presenta una acción que transcurre varias décadas después de los hechos de Matrix: Revoluciones (2003). Un presente que tiene a Neo como un reputado programador que ha utilizado gran parte de las situaciones vividas a lo largo de la saga para crear un videojuego que se ha vuelto muy famoso y que, entre otras cosas, ya tiene sus derechos vendidos para una transposición cinematográfica de los estudios Warner, en lo que es la primera de varias situaciones que dialogan con su contexto guiñándole el ojo al espectador.
Un reencuentro con Trinity –que tiene otro nombre, una familia y no parece recordar nada del pasado– enciende la mecha de un enfrentamiento contra los agentes, al tiempo que un grupo de rebeldes –que tienen a Neo como una suerte de Dios pagano– lucha en favor del libre albedrío y la liberación definitiva de las máquinas. Porque en el interior del film anida, otra vez, las tensiones entre la libertad individual y el destino, entre la vida como una sucesión de decisiones propias o un camino ya marcado del que es muy difícil escapar.
No conviene adelantar mucho más acerca de una trama que puede pasar de varias escenas cargadas de diálogos sobre grandes temas a otras con un despliegue audiovisual digno de los tanques contemporáneos, que entrevera personajes y situaciones ya conocidos con otros novedosos e inesperados. Allí está, por ejemplo, el psicólogo de Neo (Neil Patrick Harris), cuyas auténticas intenciones se clarifican sobre el final del metraje o también su jefe en la empresa de programación (Jonathan Groff, el agente novato de Mindhunter).
Hay una escena al inicio del film que tiene a Neo subiendo por un ascensor rodeado de personas con sus ojos clavados en los celulares, como si Wachowski quisiera reforzar la idea de que gran parte de las hipótesis de la película de 1999 se cumplieron: todos ¿felices? en esos mundos virtuales creados a su imagen y semejanza, despreocupados por lo fácilmente manipulables que los (nos) vuelve la tecnología.
Si bien es cierto que la recepción del público dice poco y nada sobre el valor artístico –el valor en términos industriales corre por otro carril– de una película, queda por saber qué generara en los seguidores –como la reciente Spiderman: Sin camino a casa, Resurrecciones no deja ser otro ejercicio pensado mayormente para el fandom– el reencuentro con un universo no solo conocido por la pantalla grande, sino en la vida diaria. Una escena durante los créditos finales refuerza la idea de que la Matrix está entre nosotros: en cada click, en cada posteo, en cada mensaje enviado por redes sociales.