LOS TIEMPOS CAMBIAN
Lana Wachowski, directora que, junto a su hermana Lilly, creó la saga de Matrix regresa con el objetivo de continuarla con una cuarta entrega, en la que se prolonga el relato acerca de un mundo post apocalíptico habitado por máquinas conscientes que se han liberado de los humanos y los explotan para conseguir energía. En la misma línea del resto de producciones de las Wachowski, la trilogía original denunciaba, mediante un registro simbólico, algunos males de la sociedad contemporánea, muchos de ellos vinculados al rol de la tecnología, al mismo tiempo que exploraba ciertas cuestiones filosóficas y existenciales bastante elementales. El estilo de las directoras es descarado, apuntando siempre a las historias contestatarias, insolentes o de alguna manera rebeldes en relación a cierto status quo. Sin dudas, fue en Matrix cuando su visión alcanzó su mejor forma: más allá de las metáforas obvias, la sobre explicación y la exagerada autoindulgencia, esa película logró cristalizar una estética que definió la década de los 2000 y atrapó la imaginación de una sociedad para la que aún la tecnología digital era algo relativamente nuevo.
Matrix es sinónimo de los años 2000. Desde la influencia de la cultura hacker, hasta las escenas de acción en slow motion, los trajes de cuero y PVC y los icónicos lentes de sol, así como los videos de Britney Spears. Matrix solo pudo funcionar en esos años, temática y estilísticamente. La pregunta entonces es, ¿cómo actualizar este universo a la época de Instagram y los smartphones, una en la que la relación humano-tecnología ha evolucionado de una forma tan distinta a lo que Matrix era capaz de proyectar en el contexto de su estreno?
Lo cierto es que el anuncio de esta cuarta entrega solo podía generar escepticismo en quienes disfrutamos de la original, en principio por las dificultades ya mencionadas pero también por el carácter creativo de las Wachowski. La combinación se encaminaba hacia un resultado: una película desesperada por ganar relevancia y actualizar un universo icónico muy avejentado, al mismo tiempo que corregir elementos de la primera para adecuarse al panorama ideológico actual. La media hora inicial es una muestra de lo peor que puede salir de estas intenciones: una búsqueda meta y autoconsciente desde el gesto soberbio de creerse por encima de su propia caducidad, enarbolando como mecanismo de defensa una serie de diálogos vergonzosos que no hacen otra cosa que demostrar un profundo temor siquiera a intentar parecerse a las originales.
Por suerte, luego de la primera media hora, la película asume lo que debe hacer y lo encara a los tropezones. La directora decide anclar su secuela a la trilogía a partir de una serie de referencias constantes, y así realizar esa tan famosa sucesión que Star Wars pretendía al mostrar a Rey recibiendo el sable de luz de Luke. En otras palabras dedica la mayor parte de su esfuerzo a realizar aquello que en los primeros treinta minutos satirizaba burdamente. Claro que el paso de mando no es ni elegante ni satisfactorio: los actores que se incorporan a la saga deben cargar, no con el deber de construir nuevos personajes que logren poblar positivamente el universo de Matrix (que ya de por sí es muy difícil), sino el de representar personajes que no les pertenecen y cuyo carácter, aquello que los hacía memorables, no pueden nunca emular.
Hacia el final se da un último gesto fallido: Wachowski intenta corregir el androcentrismo de la primera película dando mayor protagonismo a otro personaje, y realizando a su vez otra metáfora obvia, pero sin el valor de la creatividad visual y el timing de la original, y depositando todo el peso narrativo en un personaje que en ningún momento se ocupó de desarrollar. La pobre realización de este giro resume el desempeño de todo el largometraje, del que poco podía esperarse y que poco entrega.