Meta-nostalgia.
Es innegable que Matrix marcó un antes y un después en las películas de acción. Las hermanas Wachowski supieron dar una vuelta de tuerca al lenguaje audiovisual con nuevos efectos especiales (solo basta nombrar la ralentización de las balas), y a su vez fundar una especie de mitología estética con hombres y mujeres enfundados en largos sobretodos negros con cuello mao, pelo engominado, lentes oscuros y una habilidad sobrenatural para la pelea.
Sin dudas la primera entrega fue la más solida de todas, a nivel guion y formal. Las dos siguientes (Matrix Recargado y Matrix Revoluciones), si bien intentaron perseguir la mística de su antecesora, el resultado fue fallido. Unos cuantos años después, se hace palpable una nueva entrega de esta franquicia, que sigue sosteniendo a nuestro adorado Keanu Reeves como protagonista. Las expectativas son altas, y aquí el problema.
Con un Neo y una Trinity (Carrie-Anne Moss), resucitados, entrados en madurez y atrapados en la simulación, comienza esta nueva aventura en la que pronto (y ayudados) retornarán al mundo real después de tomar la pastilla roja. Un complejo entramado argumental que sitúa a nuestros héroes enamorados siempre juntos, y esto es lo más valioso y disruptivo de la cinta. Sus existencias no se conciben de otro modo, lo cual moldea una nueva forma de poder.
Más allá de la acción propiamente dicha que caracteriza a la película, utiliza el guion para reírse de sí misma y del paso del tiempo. Para analizarse y cuestionarse como ese producto pop que comenzó una revolución, pero gradualmente se fue desgastando; si, hay referencias y homenajes a su universo, pero no es condescendiente con el fandom.
Es una propuesta imperfecta (consciente de su imperfección), con humor (y una narrativa sin rumbo), y alejada del dramatismo que acusaba la primera. Una propuesta arriesgada, caótica y barroca, que nos invita a reflexionar cómo podemos vivir atrapados en un bucle para siempre si no despertamos de nuestro letargo.