Plata dulce
“Me quiere, no me quiere”, repite fingiendo socarronamente su voz, como si desjuntara los pétalos de una flor, Mauro, el protagonista de la ópera prima de Hernán Roselli. Pero Mauro –así se titula el film- no tiene ante sí una flor, sino un billete de veinte pesos que mueve despacio hacia arriba y hacia abajo.
Es un ligero pliegue en el rostro de Rosas lo que provoca, a partir del movimiento, una breve ilusión óptica, un cándido espejismo. Rosas sucesivamente sonríe y se disgusta, por un momento parece alegrarse y de inmediato entristecerse. Si bien el irregular estado de ánimo que sufre el militar argentino podría explicar por reflejo la irregularidad psíquica del que sostiene el billete, pues así se siente Mauro, triste y contento a la vez -trastorno que no le permite dormir y que su madre adjudica a su adicción a las drogas-, la escena consigue trascender su primer sentido para transformarse en una pieza fundamental en la trama que busca consolidar la película. La implícita pregunta que se hace el protagonista, si el dinero lo quiere o no lo quiere, a él, un muchacho joven del conurbano bonaerense, sin más destino que el de sobrevivir a los tumbos con trabajos miserables, exhibe la razón que sostiene el relato. Es la pregunta que motiva el conjunto de sus acciones. Cómo conquistar el dinero. Cómo hacerse de él, cómo poseerlo quien por su lugar en el mundo no lo posee. Desposesión que convierte al dinero casi en una obsesión que motiva la pregunta por su querencia.
En distintas ferias de localidades del sur -Bernal, Temperley, Lavallol-, Mauro compra mercaderías con billetes falsos que luego negocia con un taxista que lo abastece del dinero trucho. Los viajes para colocarlo y hacerlo circular los realiza en tren, transporte cuya trayectoria determina su recorrido y establece el espacio dramático. El movimiento del tren configura un punto de vista existencial a partir del cual la historia avanza. Mucho de lo que ocurra en el film de Roselli sucederá allí, en el tren y sus alrededores. La estación, sus calles aledañas, las discotecas donde traficará los billetes y donde conocerá a Paula con quien iniciará una breve relación sentimental. El dinero, el margen y el amor podrían ser entonces los temas que la historia desarrolla para fundar mediante su articulación una significación proyectada hacia adelante.
Pero mientras “pasa” los billetes, Mauro buscará junto a un amigo y su mujer construir su propia “empresa”, su propio emprendimiento. La forma de alcanzar el dinero -de arrimarse al menos un poco a su gracia- no podría ser sino a partir de su falsificación. Mauro se dedicará con perseverancia a falsificar. Un trabajo que implicará, por los escasos recursos con los que dispone, una enorme destreza artesanal, un saber sostenido en la práctica y en la astucia popular.
Mauro es una película notable. Su presencia en la cartelera de cine ha pasado casi desapercibida. Un silencio sintomático. Sin embargo, ahora regresa por un tiempo más y todavía es posible verla. Una oportunidad para descubrir a un talentoso director de cine que logra filmar con una rigurosidad narrativa y formal sorprendente, sin caer en el miserabilismo moral ni en los ya decantados estereotipos de clase, la simple y a su vez profunda historia de un joven que busca como puede, con lo que tiene a mano, quebrar su destino y llegar a contemplar de otra manera un futuro sin garantías, un horizonte que se revela para sí, amargamente incierto.