Mauro es una de esas películas pequeñas, íntimas, capaces del raro prodigio que implica el acercarnos al mundo frágil de sus protagonistas sin quebrarlo ni hacernos sentir intrusos. La cámara se coloca bien cerca de Mauro, Luis y Marcela y observa en detalle el proceso material necesario para falsificar billetes. La técnica para lograr una buena copia parece poder aprenderse solo con mucha práctica, y el trabajo resulta ser un oficio tan rutinario y despojado de espectacularidad como creativo: imitar mejor una marca de agua, el brillo de los números o la calidad del papel es una tarea ardua y artesanal que se realiza en habitaciones mal iluminadas. Mauro, el pasador del grupo, va y compra cosas con billetes grandes. El protagonista es callado e introvertido y no parece que tenga suerte con las mujeres hasta que en la barra de un boliche se le arrima Paula, una desconocida que prácticamente se lo levanta. La película cuenta entonces una larga secuencia de estabilidad afectiva y laboral, dejando de lado la tensión que pediría un relato sobre el submundo del delito. En cambio, el director elige concentrarse en los actos mínimos del día a día de los personajes. La actuación de Mauro Martinez es extraordinaria y se revela lo bastante sólida como para soportar los insistentes primeros planos con que lo cerca la película. Después de la previsible caída, el debutante Hernán Rosselli extiende el relato más allá del final esperable y sigue la readaptación de su protagonista, por ejemplo, cuando consigue trabajo en un geriátrico y aprende de un amigo la manera correcta de hacer (de falsificar) un test psicológico.